El ciego entre la maleza (IV) por Adso Eduardo Gutiérrez Espinoza

Los seguros cedieron y pensó en lo lúgubre que era ese hotel, no lo conocía pero debía esperar poco por el precio tan bajo. Lo curioso fue que le había visto semidesnudo en los vestidores y se imaginaba que su pene era más bien pequeño, debido a su estatura baja; le sorprendió que fuera él, siendo un recién casado, el de la iniciativa —todo fue en los vestidores: le dijo un lugar, una fecha y una hora precisos—: Arturo no la conocía pero sí escuchó cómo se refería a ella, a la mujer con nalgas y senos hermosos, y a sus habilidades maritales. El entrenador lo abrazó y le explicó que no podía quitarse de encima la imagen de su cuerpo sudado; y él, sorprendido y agradecido por su asistencia, le recordó que esta reunión era más bien un experimento. A pesar de que también lo deseaba, Arturo le advirtió que no bromeaba sobre el costo y quería antes una mitad; el entrenador, ya sentado en la cama, le dio lo pedido.

            —Recibí una llamada de mi esposa y estaba molesta —el abogado le explica—, perdió su anillo de matrimonio, lo busqué en casa y lo encontré en el lavabo del baño —se hace a un lado y lo deja entrar—. También, discúlpame por la llamada, todo esto fue muy inesperado y no esperaba que mi mujer se fuera con su hermana esta noche —Arturo nota que él es honesto, siempre ha sido cuidadoso con estas reuniones, incluso la noche cuando se encontraron por primera vez, posterior al aniversario del gimnasio, propiedad del abogado —. ¿Qué tal la escuela? —Arturo le explica que tiene algunos problemas para conseguir un libro, más bien por el precio —. Sí, es costoso pero tengo una copia por si quieres consultarla.

            La luz, fragmentada en múltiples y pequeños halos, iluminaba al entrenador, aún sentado, tocando las piernas de Arturo, pensaba que eran firmes y perfectas, duras y tersas; inmerso en su perfume cítrico, fue hundiéndose con lentitud en tinieblas profundas —se sentía descalzo sobre la maleza, sintiendo cómo ésta le acariciaba las plantas de sus pies, la suavidad entre la dureza del suelo y de la noche; abrió su cuerpo ante la luna y sus órganos expuestos vibraron con las trompetas y los cánticos silenciosos de los selenitas: se llenaron de una iluminación seductora que le hizo sentirse líquido e inmenso; se sintió fuera de sí, elevándose a la luna, entre tiras de papel y malezas que le recordaban un sueño infantil; su espíritu, antes adormecido, se despertó— y en otro cuerpo que giraba en torno suyo; inmerso en esa sucia habitación, se imaginó, con las manos extendidas al cielo y las piernas abiertas (la izquierda extendida hacia atrás y la derecha, con la rodilla viendo a las estrellas, hacia delante), preguntándose si el sol y las estrellas los miraban como él a éstos; y en medio del silencio, escuchó sus voces sin armonías, pero libres. El efecto embriagador de la luna, empujada por los caballos solares.

            Las ventanas abiertas del departamento permiten la entrada de luz artificial, emitida por las luminarias exteriores y otros edificios. El abogado, nunca perdiéndolo de vista, le comenta que lo vio esta mañana en su biblioteca y podría, tal vez, llevárselo; al escuchar el ofrecimiento del libro; Arturo le agradece y confiesa que ha abusado de su generosidad.

            —Para nada, ya sabes porqué lo hago ¿no? —Arturo ya lo sabe, pero no lo dice, siempre se ha sentido extraño cada vez que él le presta libros: no era como cualquier cliente—, bueno, no quiero ser inoportuno, pero ¿por qué no fuiste anoche para el aniversario del gimnasio? —Arturo calla, realmente lo olvidó y le miente que debía terminar unas tareas para una asignatura—. Cierto, ahora ya estudias Leyes y me siento raro, como si yo hubiera decidido por ti.

            Él le responde que siempre ha estado interesado en las Leyes: tal afirmación desilusiona y emociona a su cliente —creyó haber sido la razón, pero lo importante es que él se va a dedicar a la abogacía. Desviando un poco la mirada, Arturo le pregunta si ya pueden iniciar; el abogado nota su nerviosismo y le pide que se tome su tiempo para respirar; Arturo le explica que tuvo un día cansado, lo repasa mentalmente —clases, lidiar con el tránsito, ir al gimnasio y, después, comprar la despensa— y le dice lo realmente importante: ya están reunidos en el departamento. Ambos, como siempre, van al sillón y el abogado se sienta y le desabotona el pantalón. Arturo piensa, al mirar su miembro fuera, en el entrenador, en su vello ligero y parecido a una larga e interminable vía férrea que recorría su cuerpo duro; en su cabello de abacá, siempre escondido en una gorra deportiva, bastante ridícula e infantil; y en su sonrisa somnílocua. Piensa en la sucia habitación, en su oscuridad retenida por los cielos urbanos y metálicos; y en el alma del entrenador que se libera cuando la fogata se enciende y la madera, crepitando sobre el horizonte y elevándose con suavidad a las estrellas: la quiere escuchar y entenderla, pero él siempre se aleja por seguridad. Piensa en su cuerpo diluyéndose sobre el del entrenador: el pasado se dibuja en un reflejo natural, disfrutado por el abogado.

            —¿Es normal sentir asco por los clientes? —le preguntó el entrenador a Arturo cuando se encontraron por tercera ocasión —. Aunque, estando en tu lugar, más bien sentiría cierto orgullo porque me acerco más a… —se detuvo y entendió que se hubo comprometido al desnudarse así; Arturo, más despreocupado y menos sombrío, le abrazó y le explicó que no era asco, sino más bien tristeza, pues muchos de ellos se abandonaron a sí mismos —. ¿Crees que me he abandonado? Quiero decir, encuentro genial estar con mujeres y hombres, pero no sé cómo definirme, algunas veces mis acciones me pesan y otras sólo las olvido, es que, no sé, ¡vaya! ¡Ni siquiera sé lo que quiero decir, me siento estúpido! —Arturo se giró y dejó ver su pene morcillón y lubricado—, lo cierto es que eso me encanta, das lo que ellas no me pueden dar.

            —No entiendo porqué lo dices —se detuvo para acomodarse un testículo—, ¿qué quieres que te diga?

            —¿Te reúnes con otros? —preguntó y Arturo le compartió un secreto: jamás habla de los demás—. Sí, te doy la razón, pero ¿sabes? Creo que estoy actuando mal, me gusta lo que hago, el entrenamiento y el deporte, pero de un tiempo para acá todo ha perdido el sentido.

            —Te has abandonado —le respondió y pensó—: y prefieres pagarme teniendo la posibilidad de estar con tu esposa.

            —¿Te cae, tú crees eso? ¿Sabes porqué ella me dejó? —no hubo respuesta y continuó—: descubrió que le era infiel con otra, pero realmente no la amo, ni siquiera sé qué siento por ti. ¡De verdad no entiendo!

            El abogado termina por desnudarlo y encuentra todo en su lugar, cada músculo, cada vello y cada sonido; le fascina ese cuerpo, sabe que es su momento y se siente iluminado, incluso encerrado en ese departamento, en esa cámara que no es sino un capricho de su esposa, esa inútil que sólo piensa en maquillaje y andar a la moda; comienza a redactar en su memoria un extenso panegírico sobre la belleza masculina, describiéndola como una composición de cédulas poéticas y causales: blanco sobre personas, real sobre terrenal, indultos sobre diligencias y confesionales sobre preeminencias; su belleza, la suma de múltiples debilidades y encuentros. Ve en él a sus mujeres y a sus hombres, pieles sobre pieles, huesos sobre huesos y músculos sobre músculos; escucha en él sus propios fluidos: la saliva cayendo entre los ángeles para unirse con el mar, las flemas expulsando sus molestias contra las murallas y el semen resbalándose entre demonios para verterse en la tierra; fluidos corriendo entre las máquinas para facilitar sus movimientos. El abogado fluye con ellos y cae sobre el silencio corpóreo de Arturo, aquél efímero y fantasmal. Recuerda cuando lo conoció, en la fiesta de aniversario de su gimnasio, acompañando a uno de sus empleados: se veía tan joven.

            —¿Qué no entiendes? —le preguntó, aunque realmente no lo quería saber: ya estaba cansado de escucharle—, sólo mi frase fue eso, una sin sentido —le hizo saber, pero se preguntó si en verdad lo hizo para afectarlo: quizá—, ¿estás bien?

            Estar bien es una estadía ambigua, una frase cuyo sentido se diluye entre copos y escarchas, cae sobre todos y pocos realmente la sienten. Estar bien, pero con quién o con qué: librar o detenerse en las vías férreas para contemplar el trayecto recorrido; bajar en la próxima estación y sostener, como una madre a su bebé, la poca cordura que no se ha desgastado. Arturo, nervioso, sabe que su estadio no es como el del sol para sus caballos ni como el de los selenitas, sino es uno vacío y viejo, un anfiteatro abandonado por sus estudiantes de medicina; detiene al abogado y le pregunta si conocía al entrenador y le responde que no tiene mucha importancia.

            —Me despidió —él le dijo en otra ocasión—, su razón fue que no hacía bien mi trabajo y uno de los usuarios se quejó.

            —¿De verdad? —Arturo le pregunta al abogado—, ¿de verdad no tiene mucha importancia?

            —Me dijo que hubo una queja, pero sospecho que fue otra cosa y, bueno, no quiero decirlo.

            —¿Alguna vez te contrató? —el abogado le pregunta, crudo y sin dejar de tocarlo; él ya sabe la respuesta—, ¿fue mejor?

            —He estado viéndolo —Arturo le respondió—, negocios son negocios.

            —Eso lo explica, pero creo que para él eres más que eso… sí, más que un simple negocio…  ¿sabes por qué su tercera esposa lo abandonó? —Arturo recordó lo que le dijo el abogado: ella se fue porque se fastidió de él.

            —¿Para qué miras la paja en el ojo ajeno? —le dijo, crudo y sin dejar de tocarlo.

            —Para no picarme el mío.

            —Dinero es dinero —piensa y sí fue mejor, en muchos sentidos; el abogado se levanta, le quiere plantar un beso y lo rechaza diciéndole —: sabe que no me gusta, seguiré insistiendo —el abogado hace una mueca y sigue tocando; le pregunta qué quiere hacer —. No lo sé —aunque sí lo sabe: ir al cine.

            —Hipócrita, ya sabes.

            —“Saca primero la viga de tu propio ojo” —le responde y él, contrariado, se disculpa diciéndole que era parte del juego y Arturo piensa —: esto siempre ha sido un juego —cierra los ojos y su cliente le pregunta, sólo para cambiar de conversación, la fecha de hoy —. Diecisiete de julio.

            —Hoy es el cumpleaños de mi madre —le dijo a su compañera de preparatoria cuando Arturo recién comenzó a trabajar—, nunca le ha gustado ese número ni mucho menos el mes.

            —¿Por el emperador romano? ¿Sabes?: muchas personas odian su cumpleaños, no entiendo porqué, pero, al menos yo, siempre me alegro. Precisamente, por los regalos —ella se rió —. ¿Qué le regalarás? —le preguntó y él le respondió que nada porque siempre tiraba sus regalos —. ¡Qué extraño! Pero aún así, regálale flores, sus favoritas.

            —¿Me acompañas a comprarlas?

            —Hoy cumplió años mi madre —Arturo le dijo al entrenador tras finalizar su última reunión y le preguntó qué le iba a comprar —. Ella murió hace un año, recién cumplí veintiuno.

            —Lo siento mucho.

            —La muerte suele ser liberadora —dice sin pensar.

            —A qué te refieres porque para mí es dolorosa.

            —¿Perdón?

            —Dijiste que la muerte es liberadora, pero te dije que no es cierto, incluso como abogado, se tiene que hacer muchos trámites y es muy fastidioso.

            —Por nada —aunque sí lo sabe: hoy es el cumpleaños de su madre.

            —Las mujeres aman las flores —le dijo el entrenador —, excepto a las que son alérgicas, pero porqué no le llevas un ramo y se las dejas en su tumba. Cuando mi abuela cumple años, le limpio su tumba, le dejo un ramo y le cuento de mi vida, fuimos muy unidos.

            Tocan la puerta con violencia y ambos se asustan al escuchar una voz femenina:

            — ¡¿Jorge?! ¡¿Jorge?!

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ADSO EDUARDO GUTIÉRREZ ESPINOZA (Zacatecas, México, 1988). Licenciado en Letras, por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Fue finalista en el III Edición del Concurso Internacional de Minicuentos “El Dinosaurio” (La Habana, Cuba), convocado por el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso y el Centro Provincial del Libro y la Literatura de Sanctis Spíritus; obtuvo una mención honorífica en el V Premio Universitario de Narrativa “Elena Poniatowska”, (Aguascalientes, México), convocado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Su obra se ha publicado en La soldadera, el ya desaparecido suplemento cultural del periódico El Sol de Zacatecas, en el suplemento La Gualdra; también, ha participado en varias antologías de AlTaller, taller-seminario de Creación Literaria, convocado por la Universidad Autónoma de Guanajuato y auspiciado por el sello editorial Letras Versales.

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