El ciego entre la maleza (V) por Adso Eduardo Gutiérrez Espinoza

Sangre etérea sobre sangre se filtra entre los músculos y los vuelve un fuego, traído de las tinieblas y devuelto a los hombres: ilumina territorios habitados por dragones, hic sunt dracones, y les quiebra sus fauces; crepita; congela las tinieblas y permite el avance de caballos solares; abraza y canta con las selenitas una aria universal. Fuego, movimiento perpetuo, que abre y cierra canales, minúsculos corazones humanos, para transformar el viento en sonidos y éstos en palabras. Al igual que a caballos y selenitas, esta sangre recorre a hombres, los activa para que no se vuelvan masas amorfas y asignificantes: agua energética; hic sunt voces, hic est verbum, hic est princi: Ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ λόγος, καὶ ὁ λόγος ἦν πρὸς τὸν θεόν, καὶ θεός ἦν ὁ λόγος. La conversión a la conversación, proceso circular e importante para crear alianzas: Arturo lo sabe y la procura en su beneficio. Él escucha las historias de sus clientes y siempre trata de racionalizarlas o conciliarlas con sus comportamientos —porqué el abogado prefiere la humedad masculina y no la de su esposa, una mujer recatada y aficionada al rosario; porqué el cliente del martes anterior, un hombre agrio y poco atractivo, encontró más tranquilizador hablar de sus problemas que poseerlo (dijo que ser feo era tener a todos en su contra); porqué la del sábado insultó tanto a su marido, un buen hombre y excelso padre; y porqué su primera jefa le habló de su soledad teniendo a su hija cerca— y las de acciones de sus parientes — porqué su madre lo expulsó de casa pero no al alcohol, porqué su prima no lo recibe más y porqué su anterior novio le abofeteó por su estilo de vida (le gustaba hacerse el mártir y defensor de las causas perdidas, por ejemplo a las mujeres golpeadas).

            También, nunca olvida sus objetivos: si deseaba adquirir, por ejemplo, esta ropa, debía conseguir, al menos, dos clientes por noche o uno con suficiente dinero (un estudio socioeconómico nunca está de más); si deseaba sobresalir en sus clases, exageraba sobre la potencia sexual del abogado y éste le regalaba los libros necesarios; si deseaba ir gratis al cine, usaba el viejo uniforme de su ex novio y se hacía pasar por empleado de limpieza; y si deseaba dormir más, sólo lo hacía y no daba mayores explicaciones. Sabe que sus acciones no son del todo apropiadas, las acepta y no se asusta —cuando niño, le aterró ser abandonado en las calles de una ciudad extraño, ser arrojado sobre las vías del metro y sentir su fuerza mecánica; a los dieciocho, temió estar en una universidad y encontrarse que uno de sus maestros fue, en otro tiempo, uno de sus clientes, ser calumniado o juzgado por su estilo de vida pero no entendido (los hombres rara vez son jueces en su propia casa); y, por un tiempo, le asustó la idea de ser abusado por un cliente—, ya que éstas, sin ser buenas o malas, lo definen, sin importar que son, en parte, consecuencia de su estilo de vida y el contexto.

            Arturo, un ciego sobre y entre la maleza, está aún desnudo cuando tocan la puerta y recuerda porqué disfruta estarlo: la desnudez le da mayor libertad que con ropa, es estar sobre y para sí mismo, conocer cada extensión de su cuerpo, una rama cortando a otras pero jamás deteniendo su flujo, cortar para continuar y cortar para afirmar su vida; es abrirse al universo, abrazar las estrellas y las constelaciones sobre cada célula rebosante de vida, cada hueso sosteniendo colinas de carne que en su interior finos ríos de turmalina y corrientes eléctricas golpean a sus células para despertarlas; estar desnudo es soñar con el cuerpo y alcanzar la plenitud de los ángeles, hacerse de un largo tejido para enredarse con el mundo, bajarse los calzoncillos para conectarse con otros y crear una efímera cadena cuyo sabor recuerda a la eternidad; es soñar para que el cuerpo sienta la felicidad de estar y afirmarse con el alma y mirar con misericordia a los variados huéspedes; la desnudez anuncia el fin de la soledad como un bello presagio para la humanidad, “quien lo hace en el sentido de disminuirla es un factor de orden”, y la realización de un sueño: unirse con y por el universo; y, entonces, estar desnudo es ser el mismo universo sobre una maleza, uno ciego entre la maleza y no en la ausencia, y escribir sobre él en otros cuerpos hasta el advenimiento. Pero ahora estar desnudo es una clara desventaja, teniendo a una mujer en la puerta.

            La puerta se abre y es la esposa del abogado, acompañada por otros dos hombres, el portero y uno desconocido, ella ordena al primero cerrar la puerta y el segundo la observa cómo se acerca a su esposo, lo golpea y le araña la cara; el abogado intenta protegerse y, al mismo tiempo, vestirse; Arturo, se hace a un lado, se viste y el otro hombre lo atrapa para que no escape. La mujer repite que se siente humillada y decepcionada, su orgullo brota de sus labios y golpean a todo galope contra el abogado, aún desnudo. El desconocido le avisa que debe tranquilizarse, dejar de tratarlo así y llevarse a su hijo; el portero, nervioso, sale del departamento y los deja solos —piensa que no es su problema, sabiendo sus acciones pasadas: le explicó a la mujer que su esposo solía reunirse con un joven cuando se iba; y recuerda las reacciones de la mujer—; y Arturo, aún retenido, no entiende más de lo que se actúa en este departamento y no piensa en nada: está aún más desnudo. La mujer le exige una explicación.

            —¡¿Qué quieres que te diga?! —le responde, molesto y angustiado.

            —Escoge con cuidado tus palabras, explícame qué es esto.

            —¿Esto?: un malentendido porque es mi…

            —Conozco a tus becarios y él no lo es… explícate, carajo, merezco la verdad.

            —Es un malentendido —ella levanta la mano y el desconocido le vuelve a advertir que no lo haga—, es un malentendido, no sé qué pasa contigo, ¡¿estás loca?! Las cosas no se hacen así, no de este modo.

            —¿Quién eres tú? —el desconocido le pregunta a Arturo—, es mejor que seas más consciente de que esta noche es una buena, ¿entiendes a lo que me refiero? —gira, lo toma del cuello y lo empuja contra la puerta, repite la pregunta y no recibe respuesta—. Mejor respóndeme, estás en un buen lío.

            —¡No sé de qué hablas! —le dice —¡Yo no conozco a ese hombre! —el desconocido sonríe y afloja un poco—, ¡yo no conozco a ese hombre!

            La mujer le escupe en el rostro y el abogado se limpia con la mano. Jamás la había visto así. Recuerda a sus anteriores esposas, cada una tuvieron sus razones, congruentes, y él las aceptó: la primera no soportó su arrogancia, la segunda su poca congruencia y respeto y la tercera su infidelidad. Se ve desnudo, bajo el cúmulo de palomillas y esferas rotas, escucha las respiraciones agitadas y distintas, ella humillada, él molesto, el desconocido tranquilo y Arturo nervioso; planifica cómo salir de esta situación, este pequeño imprevisto en el cual su mundo cayó contra sus pies, como un castillo de naipes. Cierra los ojos y piensa en su único hijo y le pregunta a su mujer dónde él está. Ella le responde que es irrelevante y jamás sabrá de él. Algo en su voz le evidencia una fisura momentánea y la aprovecha: empuja a su mujer contra el suelo, se sube sobre ella y la golpea, cara, rostro y pecho; el desconocido arroja a Arturo contra la mesa con fotografías y se cae, tiene una herida en la frente, y toma al abogado para lanzarlo contra el sillón; ayuda a la mujer para incorporarse y le dice que actúe.

             —¡Apégate al plan! —insiste— ¿Qué harás con él?

            Todavía en el suelo, Arturo escucha el aria violenta, sabe a tormenta y carne trémula: es fuego sobre fuego, pero no el de los caballos solares ni de las selenitas, crepita sin producir sonido y arde sin acariciar; es otro movimiento, un líquido sanguinolento que no es el sueño de los sueños, no es el universo ni el que usan los ángeles para pulir sus espadas; no es la sangre etérea, es un fluido pastoso y claro que refleja las luces urbanas; es el rencor y el horror. Arturo intenta levantarse y se corta con el vidrio de las fotografías familiares y se recuerda cuando niño pero no a sus padres, siempre sombras extendidas en el pasado y en el presente. Piensa en su madre, en los momentos felices anteriores a su alcoholismo, su voz le murmura una canción de cuna y le elogia su suave piel de bebé, sus piernas gordinflonas y su cabello despeinado; recuerda los elogios de sus clientes masculinos, sus miradas lascivas y sus palabras vomitivas; piensa en su compañera de preparatoria y en su madre —tras la muerte del esposo, decidieron vender la tienda e irse de la ciudad: estaban devastadas—; y recuerda a las otras mujeres con quienes estuvo, sus historias y sus sueños.

            Ensucia con sangre el rostro del hijo y vuelve al momento cuando yació con la viuda: creyó volver al universo, a la suave y tranquila humedad de la matriz, al silencio de los árboles y a la infancia; creyó estar afuera, no estaba ahí, y adentro, sólo estaba físicamente; creyó en las palabras de los carros y las fábricas, ese murmullo de las máquinas, tan propio y único; creyó estar en el Paraíso pero sólo yacía con una mujer menos solitaria. Con las manos se impulsa hacia delante y recuerda cómo se impulsó para introducirse en el entrenador, su interior húmedo y suave le hacía sentirse infinito; escuchaba ambas respiraciones y supo cuánto le encantaba esa sonrisa somnílocua: no le ha tomado cariño, más bien extraña su cuerpo. Flexiona sus piernas y logra levantarse, una de sus mujeres le pidió ser  poseída de tal manera, da un paso y siente un dolor en la pierna izquierda.

            —¿Qué haremos con él? —insiste el desconocido —, es tiempo.

            —Él no tiene nada que ver —dice el abogado —, déjalo ir, sólo hacía su trabajo.

            —¿Hacer su trabajo? ¿No te bastó con tenerme en la cama, idiota? —toma su bolso. Arturo va a la puerta e intenta abrirla, la herida en su mano le hace retroceder, coge un pedazo de su playera—. No soy como las demás —Arturo abre la puerta y sale del departamento, camina con dificultad unos cuantos metros —, no soy como las otras.

            Un disparo. El cuerpo pesado del abogado cae contra el suelo y Arturo, como ciego entre la maleza, desaparece en el ascensor: ya no hay más caballos solares ni selenitas, sólo el silencio ruidoso y el encantador sabor de la sangre.

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ADSO EDUARDO GUTIÉRREZ ESPINOZA (Zacatecas, México, 1988). Licenciado en Letras, por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Fue finalista en el III Edición del Concurso Internacional de Minicuentos “El Dinosaurio” (La Habana, Cuba), convocado por el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso y el Centro Provincial del Libro y la Literatura de Sanctis Spíritus; obtuvo una mención honorífica en el V Premio Universitario de Narrativa “Elena Poniatowska”, (Aguascalientes, México), convocado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Su obra se ha publicado en La soldadera, el ya desaparecido suplemento cultural del periódico El Sol de Zacatecas, en el suplemento La Gualdra; también, ha participado en varias antologías de AlTaller, taller-seminario de Creación Literaria, convocado por la Universidad Autónoma de Guanajuato y auspiciado por el sello editorial Letras Versales.

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