Cien a la roja por Martín Eduardo Martínez

 

No recuerdo la última vez que me sentí así, pero seguramente de eso hacen ya algunos años considerables cuando, estando en la preparatoria y los celulares apenas empezaban a gozar de algo de fama, yo había adquirido el mío con los primeros salarios ganados en un restaurante lavando platos, un trabajo negrero del que terminé despedido por llegar borracho una tarde y empezar a romper la loza para tener menos que lavar. Aquel teléfono, que no obstante era caro para la época, fue mi adoración por cerca de siete días, hasta que un tipo más vivo que yo me aseguró cambiar todas las funciones y el sistema para hacer de mi teléfono una máquina para hacer cosas impensables, como guardar miles de canciones que ni siquiera la piratería había robado todavía o, mejor aún, ser capaz de hackear otros teléfonos para hacerme de fotografías y documentos de alumnas y profesores, respectivamente, sin que nadie notara nada. Estúpido, claro, lo supe cuando después de haber pagado quinientos pesos por la mano de obra y haber entregado mi aparato sin ninguna garantía, no volvió a mí en una ni dos semanas, ni nunca, como tampoco volvió el vándalo a asomar la nariz en la salida de la escuela, que fue el lugar en el que cerramos esa especie de trato, que era apenas un adelanto de la burla recibida después por mis compañeros de clase. Quise suponer que había aprendido la lección, y durante lustros completos me sentí un sujeto cauteloso para cerrar tratos y hacer transacciones mínimas, pero confiables. Hasta ese día.

            Silvia y yo llevábamos cerca de medio año de casados, y ella sabía mejor que yo de mis alcances laborales y de mi incipiente tino para equivocarme lo menos posible a la hora de manejar el dinero. Tenía un trabajo estable que no pagaba lo suficiente por todas las responsabilidades implicadas, pero ese sueldo me permitía pagar las deudas atrasadas —gastos familiares a raíz de una enfermedad terminal que acechaba a mi padre, quien resultó triunfante para instalarse de nueva cuenta en el mundo de los vivos— y reservar un poco para los gustos nimios que a todos nos dan paz y felicidad momentánea: ir a un restaurante, comprar libros y salir de vez en cuando al cine a ver una película que más de una vez termina destruyendo todas nuestras expectativas. Ella sabía, en fin y como fuera, que mis facturas mensuales estaban al corriente, y sentía la seguridad de haber elegido por esposo a alguien que sabía bien lo que quería. El problema es que, en realidad, yo desconocía eso mismo.

            Salimos una tarde de sábado (lo sé porque no estaba insufrible por el estrés de todos los días en el trabajo) y decidimos ir de compras. Terminada nuestra hazaña iríamos a ver una película y volveríamos a casa a ver televisión y a abrir todos los paquetes comprados, haríamos el amor como todas las noches y dormiríamos hasta que los riñones nos dolieran al día siguiente. La primera parte del plan fue tal como la pensamos; sin contratiempos, nos alcanzó el tiempo y el dinero para comer y comprar algunas cosas que no necesitábamos, pero una vez en el cine y con tiempo de sobra antes de la función, decidimos sin saberlo cambiar el rumbo.

            Estuvimos a punto de salir a tomar aire, pero la asfixia encarnada en una mujer de piel clara, arreglada como cajera de banco, alta con espaldas anchas como de hombre nos cerró de tajo el camino.

            —¿Ya les dieron sus cortesías, caballero? Si no, regálenme cinco minutos, estamos a punto de abrir un casino y queremos regalarles unos premios especiales para que se animen a visitarnos de vez en cuando. Mi compañero les explicará de qué se trata.

            Silvia y yo nos miramos, como un par de adolescentes que terminan comprando las paletas rancias que venden los reclusos en rehabilitación de alcohólicos anónimos para mantener su nido de rateros en potencia. Nos negamos, pues, a la invitación del travesti de pelo hasta los hombros, pero insistió.

            —No tardaremos mucho, lo prometo.

            —¿Cinco minutos? —pregunté, consciente de que no le daría más tiempo, mucho menos tratándose de un casino, esos lugares que no acostumbro a frecuentar porque sé bien que mis posibilidades, como las de cualquier ser humano que no sea cómplice o chivo expiatorio, son nulas.

            —Si no es que menos —sonrió y extendió la mano, invitándonos a acudir con un sujeto igual de alto, pero sin la etiqueta de la edecán, que era más bien como una mezcla entre mecánico y fayuquero de colonia de cuidado.

            El hombre comenzó a explicarnos: se trataba de un par de tiros gratis en un juego de azar en el que tendríamos que llegar a cien puntos lanzando una pequeña pelota de plomo a una ruleta, evitando las casillas negras, que restaban puntos, y sumando los valores de las rojas, buscando siempre una azul, que eliminaría en automático y de manera permanente las posiciones perdedoras. Luego de haber tirado las cortesías, el costo por tiro sería de cien pesos. Si lográbamos los puntos, podríamos elegir entre diez mil en efectivo o un par de los regalos exhibidos en su mostrador, como canicas en feria de pueblo que se disputan para conseguir al Bugs Bunny con menos defectos de fábrica. En mi bolsa, trescientos pesos me hacían la señal de proceder con el juego que no nos llevaría más de cinco minutos, pues ganar significaba terminar con la última deuda que teníamos, pequeña, pero con intereses de coloso. La rapidez con que el sujeto hablaba de su trabajo y la facilidad de ganar diez mil pesos me hizo aceptar los tiros gratis y pagar un tiro adelantado. Estaba listo para volver a casa con cinco veces más dinero del que esa mañana había amanecido en mi estado bancario.

            Le dije a Silvia que diera el tiro de la suerte, porque conozco mis limitaciones y sé que la suerte es una ausencia clara en mi lista de virtudes. Tiró con ánimo, apoyándome y sabiendo que ese dinero era nuestro, y la amé más todavía por marcar, en ese primer lance, sesenta de los cien puntos. El tipo soltó en su rostro una muestra de sincera sorpresa, pues, a diferencia de las otras casillas, la de sesenta puntos aparecía una sola vez en la ruleta. Fue mi turno; con menos suerte que Silvia, como ya lo he dicho, marqué quince más. A pesar de mi notable incompetencia, la suma no era para nada desalentadora. Pagué mi siguiente tiro, ella marcó diez más y pagué de inmediato otro lance, disfrutando en la sala de mi imaginación una nueva pantalla y un estéreo al que ya no tuviera que golpear en un costado para abrir la ranura de CD’s.

            Quince puntos más nos separaban de las risas y los tragos de celebración al final de la noche, y tiré la esfera con pasión. De nuevo, nuestro anfitrión quedó sorprendido al ver que mi tiro, único en su tipo, como la vez que jugué de delantero durante cinco minutos y anoté casi por accidente el único gol de mi vida, había caído en la casilla azul. Me sentí orgulloso por mis aptitudes adquiridas en cuestión de segundos. Ya nada podría detenernos. Saqué de mi bolsa los últimos cien pesos que me quedaban, y con una sonrisa se los entregué al tipo que ahora, por estar ganando, me parecía más agradable, casi mi amigo, pero no los aceptó: la casilla azul eliminaba las negras, pero subía al doble el costo del tiro, aunque también duplicaba el premio en efectivo.

            —No importa, solo dame un minuto para ir por dinero y vuelvo enseguida —dije, consciente de que mi inversión estaba a punto de recibir sus frutos.

            —Tienes dos minutos o el juego se cancela —respondió con el tono del niño que está perdiendo en el juego y a toda costa quiere eliminar a su compañero porque no aguanta la idea de la humillación.

            —No me tardo, espérame poquito —dije a Silvia y salí corriendo al cajero más cercano, y retirando lo de varios tiros de doscientos y un extra, por si acaso era necesario, volví al lugar donde tenía depositada mi fe.

            —Te cobro doscientos —el hombre me miró ya sin sorpresa ni alegría.

            —Ahí van.

            Con el calor del juego olvidé que Silvia era mi mujer y mi amuleto, y decidí tirar ese nuevo balín. Ahora el sorprendido era yo: el siguiente tiro, por un premio de cuarenta mil pesos, costaría cuatrocientos por haber atinado en un exceso de “buena suerte” a la casilla azul. Pagué y lancé, pero esta vez cayó en una casilla negra, que si bien ya no restaba tampoco nos sumaba, aunque el tiro había sido válido. La suerte se acababa. Pagué un tiro más para ella y, con unas gotas de sudor en su frente, como pasaba siempre en sus episodios de ansiedad, anotó otra negra. Creí de pronto que su suerte se había transferido a mi ser en una especie de nigromancia ludópata, y pagué mis cuatrocientos pesos para volver a tirar y decepcionarme con esa jodida casilla azul que ahora, antes de tranquilizarnos, se había convertido en nuestra némesis.

            —Qué suerte —dijo el encargado.

            —Chingas a tu madre —pensé yo.

            Ochocientos pesos costaba el tiro, pero no me amedrenté. Ya no había vuelta atrás; el plomo estaba echado y hubiera sido un imbécil si claudicaba en ese momento. Pagué por esa bolsa de ochenta mil pesos que para entonces ya ni siquiera me resultaban atractivos. Casilla azul. Mil seiscientos el tiro. Pagué dos adelantados. Le supliqué a Silvia, arrepentido por algo que no había hecho, que ella tirara de ahora en adelante. Luego de los dos lances el color nos volvió al cuerpo. Con su venia había sumado en apenas dos movimientos los catorce puntos que nos dejarían a solo uno de la felicidad monetaria. Con los ojos vendados por el estrés ni siquiera pregunté al tipo si esa nueva cantidad existía en su caja o si me garantizaba que ningún auto con los vidrios polarizados nos seguiría a casa, esperaría a que nos bajáramos del auto y me propinaría una madriza memorable para quitarme lo que recién habíamos ganado, literal, con el sudor de nuestra frente.

            Había gastado demasiado de ese dinero que ni siquiera era mío; se trataba de un préstamo que la Caja Popular me había concedido para pagar otros préstamos que a su vez pagaron otros préstamos al infinito. Un punto, un maldito punto para ganar. Le pedí al verdugo que nos acompañaba al infierno que nos ayudara, que nadie diría una palabra, y que una muy buena propina estaba asegurada para él si nos dejaba salir de esa porquería de juego que se había vuelto imposible.

            —Tenemos todo grabado, Germán —el muy desgraciado me había sacado el nombre sin yo darme cuenta—, no te puedo echar la mano.

            —Déjame ir otra vez al cajero, entonces, porque ya no tengo para pagarte.

            Volteé a ver a Silvia, no dejaba de sudar y sus ojos se habían puesto rojos, a punto del llanto por desesperación. Había convertido una tarde de paz en una que sería para mí una anécdota de bar y para ella una queja de dos horas con su mamá.

            Revisé mi saldo: dos mil pesos era mi resto. “Estás bien pendejo”, pensé. Los retiré, con la mente vuelta una vorágine y con el miedo pesándome hasta los pies, y volví al juego. Pagué como quien sabe que va a comer un manjar antes de subir al cadalso, con la tranquilidad del fin. Jugué a cualquier casilla roja que se transformó en azul cuando la ruleta se detuvo. Dejé mi teléfono y el de Silvia en prenda por cuatro tiros que marcaron dos azules y dos negras. El juego se había acabado.

            Aguanté como hombre, un verdadero macho, hasta el final de las consecuencias, y un punto me regresó a la verdad. De pronto me vi ahí, estúpido, siendo un hombre no tan viejo pero no tan joven de cuarenta años que seguía siendo un adolescente de diecisiete, que no tenía dinero siquiera para llevar a su mujer al cine, que había perdido su teléfono y el de ella por la promesa de un futuro que ahora se alejaba.

            Quise llamar a alguien para pedir cinco mil pesos que tendrían tras mi victoria una devolución al doble, pero el mecánico de la ruleta me negó todo contacto con el que hasta hacía unos segundos había sido mi teléfono, por cierto, todavía sin liquidar. Volvimos a casa con la gasolina que Silvia pagó de buena gana, y con hambre preparamos el huevo con jamón sin tortillas más desolador que cenamos juntos ella y yo, haciendo las cuentas necesarias para poder desayunar algo cuando nos descubriera el sol.

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