Ciudad Chatarra: Puzzle por Sandra Fernández

Ser niño fue lo mejor que nos pasó a todos. Me gustaría mucho decir que otras etapas son inolvidables, que hay cierta magia en la juventud que la vuelve única, que la adultez te enseña a acoger el mérito por el trabajo y la familia, que la vejez te da sabiduría… pero no. Todo eso son patrañas. Historias que te venden a media noche por tevé. Ser niño es la práctica inexorable de la felicidad. 

La infancia implica un montón de cosas que pasan por alto: la clase social, la marca de la ropa, la escuela a la que asistes, los juguetes que tienes. En fin, ser niño significa que puedes tener una piedra o un cochecito, pero que igual durarás horas siendo completa y plenamente feliz. 

Yo a los niños que nos quedan les admiro mucho. Ellos son capaces de perdonar al papá que llega cansado y les ignora, o a la mamá que llora sin razón y les pega de gritos. Los niños de ahora viven un montón de presiones más grandes que las que viví yo, y seguramente yo viví más presión que las que tuvo mi madre. Ahora los niños deben preocuparse por acabar el doctorado, y ser unos intelectuales que resuelvan éste mundo podrido que hemos deconstruido los no-niños de ahora. 

La cosa aquí es, además de retomar esa inteligencia emocional tan incomprensible que yace en los niños, hablar también sobre jugar. Porque, no sé si se habían dado cuenta, pero nos la pasamos jugando todo el tiempo. Jugamos, principalmente con nosotros mismos. A veces incluimos algún o algunos compañeros de juego, pero al final, lo que no conservamos es, precisamente, la parte en la que “no nos importa el resultado”. Siempre nos tomamos todo demasiado en serio. Especialmente en una cuestión: cuando una persona se va de nuestra vida, suponiendo que se tratase de piezas de rompecabezas, siempre tratamos de llenar su espacio con otra pieza; sin entender que ninguna otra de las piezas será igual a esa. 

Pero insistimos. Nos encanta. Después de “suponer”, nuestro deporte favorito es “insistir”. Lo hacemos siempre como tratando de programarnos para la desgracia. Un niño cualquiera, al no encontrar la pieza que embone, le hubiera buscado SU lugar en otro sitio. Y si no hubiese encontrado el espacio correcto, simplemente buscaría otro rompecabezas… o una pelota, quién sabe. Sin embargo, los no-niños tendemos a romper la pieza hasta que de una u otra forma “queda”. Aunque, como dicen las abuelitas “a fuerza ni los zapatos entran.” 

Es así como nos deshacemos de buenas personas, o de situaciones que no son del todo ideales para nosotros. Nos encanta sentirnos los especiales, y creer que no amaremos o que no seremos nunca lo que antes fuimos. Tenemos una especie de duelo patológico que nos persigue por siempre. Convertimos nuestra vida en la lista del mandado: tener tal cosa, ser tal cosa, que mi jefe crea aquello, que me ame Fulana, que me envidie Mengano. Pero al final, seremos solo un rompecabezas mal armado ¡Y ESTÁ BIEN, Y ESTÁ BONITO! ¿Qué más nos da ser o no uno que esté completo? 

Vamos a aprender de las ausencias, porque está en nuestra naturaleza más primitiva. Sobreviviremos a ese empleo que no obtuvimos, resistiremos ese noviazgo que se frustró, terminaremos por aceptar que nuestro gato se fue de la casa porque lo suyo no era hacer de compañía de nadie, qué sé yo. Aprenderemos, porque eso hacemos siempre, y si no, piensa como niño: intenta ser feliz con lo que tienes, y jamás deseches tus sueños, seguramente alguno termina por convertirse en realidad. 

 

 

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