Ciudad Chatarra: Todos perdemos a alguien por Sandra Fernández

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I

“Sing us a song, you’re the piano man

Sing us a song tonight”

Billy Joel

A lleno total y bajo las sombras del bar, en una orilla del mundo se cobija con melodías un piano man. Como si se tratase de una historia de amor, el pianista nos dibuja las caras de todos aquellos que lo rodean, describe uno a uno los olores de la gente, e interpreta de manera desgarradora una canción sin nombre que es triste y está sola en la memoria de un viejo.

He escuchado a Billy Joel desde siempre; sin embargo, comencé a interesarme por él una vez que entre en la adolescencia. Conforme fui creciendo, compartía más y más estampas de aquel bar imaginario, y pensaba en cuanta desgracia hay en el mundo, y a la vez, cuanta belleza es albergada en el dolor.

Tuve depresión. Tomé medicamentos por mucho tiempo. Me aferré a no sentirme triste nunca más. Comencé una manía por archivar en mis pensamientos a todos los escritores, actores, cantantes, pintores, en fin… a todos los famosos que habían tenido depresión o que eran bipolares. Mi categoría favorita eran los suicidios: las razones, la planeación, y por último, la sublime ejecución de la muerte.

En algunas de mis visitas al médico se me cuestionó por esa manía de albergar esos datos. Nunca lo consideré nocivo. Quizá esas historias me daban valor para replantearme si había hecho ya suficiente en el mundo, como para poder disponer o no de mi vida. Jamás me suicidaría, eso creo. Pero en el lugar en donde vivo parece que los suicidios son una especie de epidemia. A veces me gusta creer que el agua tiene algo que nos pone tristes, o que las fachadas de las casas nos hacen sentir melancólicos.

Seguramente hay algo en este lugar que nos vuelve tan vulnerables. Pero aún no encuentro una razón concreta. Mucha gente de mi generación se ha suicidado, algunos incluso que fueron amigos míos. Perder sus rostros del camino me hace pensar en la niebla que hay tras el piano, justo en mitad de una interpretación. Es una niebla espesa que se confunde con el humo del cigarro, y que va borrando poco a poco la silueta de esas sonrisas que ya no serán.

Billy Joel representa para mí una historia de dolor. Estuvo presente en cada una de mis crisis. Por lo general repetía “Piano man” una y otra vez, hasta quedarme dormida. Era mi forma de imaginar que estaba rodeada de gente. Un día, en mi travesía por catalogar a los grandes depresivos de la historia, me topé con la historia de mi gran ídolo. Un hombre que lo perdió todo, inclusive a sí mismo. Así es, el hombre del piano es un alcohólico que debe su adicción a esta enfermedad.

 

 

II

«Solo necesitas una persona -de entre millones-

que te conozca y te acepte tal y como eres»

Billy Joel

Hace casi dos décadas que Billy Joel no compone nada. Y quizá pudo ser algo más que el músico que ahora es. Tuvo para sí grandes adicciones, y multitudes de gente que coreaban sus canciones, mientras él pensaba “ellos no comprenden nada.” Actualmente se refugia tras el fantasma gris de los centros de rehabilitación. Y pienso que ha sido más fuerte de lo que debiera.

Me he preguntado en diversas ocasiones cuánta valentía se requiere para aceptar que se padece un desequilibrio como este, y cuál es el impacto que puede llegar a tener entre nuestros familiares y amigos. Estamos todos a la espera de la comprensión, sin entender que más que eso, nosotros sólo debemos aceptarnos tal y cual somos.

He leído muchas entrevistas que han hecho a Billy Joel, y en la mayoría asegura que parte de su enorme depresión se debe al no haber superado jamás el 9/11. El sábado pasado veía con mi madre una película llamada “Tan fuerte, tan cerca”; la película habla de un niño que pierde a su padre en ésta trágica fecha, y que comienza una búsqueda para encontrar algo –que no sabe lo que es- pero que supone que dará sentido al vacío que dejó ésta pérdida.

El niño se pregunta, si acaso, todos habremos perdido a alguien. Y la pregunta se va de un hilo a mi cabeza. Jamás me di cuenta de toda la gente que perdí, de todos los rostros que jamás veré de nuevo. Ahora rehago mi conteo de muertes, pero esta vez quito de la lista a los suicidas; pienso en todos los que el cáncer me quitó, en todos los que la vejez se llevó, en aquellos que deben la tumba a los autos o a caer en una ducha. Las cifras me alarman.

De repente aquel bar en que sólo tenía unos 50 asistentes, se ha transformado en una ola de caras despintadas y olores de hospital, o peor, aromas a grava y pólvora. Yo soy mamá de alguien, hija de alguien, amiga de alguien, sobrina de alguien; todos tenemos a alguien que nos dolerá perder, y también tenemos a alguien que seguramente nos aliviará cuando haya cesado su dolor tras la muerte. La vida es fugaz y se parece a las pesadas teclas de un piano, o al sabor amargo del licor. Todo, no importa, siempre dura muy poco.

Este diario de una depresión, esta estela de muertos que se van porque les pega la gana, y estos otros que se aferran a vivir y a quedarse, pero que al final se van, es un reflejo de perder. De perderse a sí mismo. Te puedes matar porque has perdido la calma, porque has abandonado la línea de tu vida. O puedes perder la salud física. Todos perdemos a alguien, todos nos vamos. Todos nos perdemos a nosotros mismos. Todos abandonamos el bar, y escuchamos esa canción tan triste y sin nombre, que nos sabemos de memoria.1

 

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