CUATRO MINUTOS PARA MORIR Gustavo G. Romo

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Inclinada ante el soldado inculto

Que arma su cuerpo de soberbia

Y me desarma con una invasión

Hacia la poca tranquilidad nocturna

De un sueño medio inerte,

Medio moribundo.

GUSTAVO G. ROMO

Paty nació en Chihuahua, pero creció en una pequeña comunidad costera de Nayarit, debido a serios problemas de salud que afectaban sus pulmones. El cambio de vivienda a un poblado tranquilo y seguro favoreció, no sólo su salud, sino también su desarrollo social al poder convivir con sus amigos durante lapsos más prolongados.

Los días entre semana eran bastante ocupados: el padre, que era ciego de nacimiento, daba clases de matemáticas en una escuela preparatoria local, con un horario muy benévolo, de siete a tres de la tarde; mientras la mamá atendía el negocio familiar, una papelería cuyo horario era absorbente: de seis de la mañana a once de la noche. La chica ayudaba a su madre, después de salir de la escuela, además de realizar trámites importantes como ir al banco, cobrar cheques y pagar los servicios de la casa.

La familia Ruiz dedicaba el sábado a limpiar y dar mantenimiento a la casa, lavar ropa y hacer las compras para la despensa. Los domingos se dedicaban a descansar o salir de paseo; siempre actuando en equipo, repartiendo obligaciones de manera equitativa; algo diferente a lo que se acostumbraba en aquellos tiempos, donde la mamá hacía casi todo.

Cuando Paty terminó la secundaria se dedicó a buscar un CBTIS que capacitara en Arquitectura, aunque estuviera en otra ciudad, fue en Aguascalientes donde la encontró. La familia Ruiz cambió de nuevo su residencia, tenía puestas todas sus esperanzas en ella; eso la hacía sentir superior a los demás, principalmente si se comparaba con su conflictivo hermano, a quien más de una vez, encubrió para que no lo expulsaran de la escuela. La relación entre los hermanos era muy extraña, ya que a pesar de que existía una gran rivalidad entre ellos, se protegían solidariamente.

Al poco tiempo de vivir en Aguascalientes, la vida de Paty dio un giro tremendo cuando conoció a Rafael, de quien se enamoró perdidamente y con quien decidió contraer matrimonio a pesar de ser menor de edad; para que sus padres consintieran en su decisión, les dijo que estaba embarazada. El matrimonio fue solo al civil y sin protocolos, a pesar de haber un número extenso de invitados. A las cinco de la tarde llegó el juez y pidió a los contrayentes que firmaran el acta para, de inmediato, marcharse de ahí dejando a Paty petrificada al descubrir que su marido era ocho años mayor que ella; no tres como le hacían creer sus palabras y rasgos físicos.

Durante la recepción nupcial, Paty no tuvo oportunidad para discutir sobre este tema, pero sí para cambiar el coraje por miedo y confusión; sin entender qué pasaba por la mente de su esposo tuvo que acceder a sus peticiones caprichosas de cambiarse de mesa varias veces porque, según él, el escote de su vestido despertaba la lujuria en los hombres ahí presentes.

Paty dejó a su familia para irse a vivir junto con su marido, a Guanajuato. Al no contar con el apoyo de sus padres, éste mostró su verdadero rostro: el de un hombre cruel que sembraba terror entre la gente con la que convivía. Hijo de un matrimonio violento donde el padre abusaba constantemente de su familia y las reglas estaban basadas en la brutalidad.

Como consecuencia, el ambiente que existió desde un principio entre la pareja estuvo impregnado de desconfianza y brusquedad; tardaron meses para tener su primera relación sexual completa. En los primeros intentos, el hombre desesperado soltaba el llanto ya que no podía mantener una erección. Culpaba a su mujer de su impotencia y la golpeaba hasta descargar todo su coraje, más tarde ella se despertaba al sentir que su marido estaba sobre y dentro de ella.

Rafael agredió a su esposa de diversas maneras, una de las que más perturbadoras fue cuando recibió un bofetón por quejarse de él con su madre. Era imposible que él tuviera información de sus conversaciones telefónicas ya que Paty las realizaba mientras él trabajaba. Pasó tiempo para que Paty descubriera que su marido grababa las conversaciones para evitar que se hablara mal de él.

Uno de los actos más dramáticos que vivió Paty fue cuando, un día que parecía normal, su marido se despidió cariñoso de ella y salió rumbo a su trabajo. Paulatinamente, sin dar importancia, se fue quedando dormida hasta quedar inconsciente. Despertó hasta que una de sus cuñadas llegó y la encontró tirada e intoxicada por inhalar el gas que escapaba por la llave abierta. Asustada le habló a su madre para que fuera a rescatarla, pero, ni ella ni su cuñada, le creyeron que aquello era un atentado por parte de su esposo, sino un acto suicida causado por un ataque de depresión.

También hubo situaciones que la hicieron enojar bastante. Como cuando el IMSS se negó a colocarle el dispositivo DIU debido a que no llevaba una carta firmada por el marido autorizando dicho procedimiento. Bajo la desconfianza que reinaba en su hogar, Paty decidió nunca beber alcohol para no mostrarse vulnerable, debía estar fuerte y controlar sus acciones y pensamientos siempre. Desafortunadamente, hubo ocasiones en que su compañero la obligaba a beber hasta llegar al vómito. En una de estas veces quedó embarazada, algo que su esposo no le creyó ya que no hubo cambios morfológicos en su cuerpo, sino hasta el séptimo mes.

Rafael la golpeaba y exigía una explicación al hecho de que ella hablara de un embarazo, cuando daba por hecho que aquello era una mentira. Lo que más le molestaba al hombre era que ante la sociedad su esposa era una mujer jovial y no una señora, propiedad de un señor. En una ocasión Rafael invitó a su casa a varios compañeros de su trabajo, los invitados llegaron acompañados por sus esposas y la reunión transcurrió con armonía. Sin embargo, cuando los anfitriones quedaron solos, él la empezó a golpear con mayor furia y coraje que antes dando como pretexto que uno de los asistentes la felicitó por su apariencia física. Esto enfureció a Rafael de tal manera que en cuanto cerraron la puerta él se limitó a preguntarle en dónde prefería los golpes, en la cara o en el estómago. Ella respondió que en la cara ya que temía perder a su hijo.

Después de aquello, la secuestró en su propia habitación por más de un mes en donde la agredió física y psicológicamente. Además de negarle frecuentemente los alimentos. Entre esas cuatro paredes comía y excretaba, pidiéndole a Dios no perder la sensatez o morir, que para ella era lo mismo. El día que pudo salir y verse en un espejo se quedó aterrada al ver lo inflamado de su rostro, en ese momento entendió por qué no podía cerrar la boca ni los ojos. Su piel blancuzca delataba aún más el purpura de los golpes. Con las pocas energías que le quedaban y armándose de valor salió al patio para pedir ayuda a sus vecinos, pero no tuvo respuesta.

Gritó por más de una hora, hasta quedar afónica, se negaba a creer que nadie la pudiera ayudar. Llorando de impotencia se sentó a esperar a su carcelero y verdugo hasta quedar dormida. Cuando llegó le dio de comer y la regresó a la recámara. Paty no solo estaba asustada, también estaba muy enojada con aquellos que se decían ser sus amigos, pero por evitar meterse en problemas habían preferido hacer oídos sordos.

Cada vez más débil, Paty se resignó a morir. Mas, no fue la muerte la muerte la que llegó sino su suegro quien la rescató y llevó a su casa para protegerla de su propio hijo. En casa de sus suegros, Paty conoció el ambiente nocivo en donde había crecido su esposo, la manera ofensiva en cómo ellos discutían y se culpaban entre sí por la forma de actuar de su hijo. La joven dejó que pelearan y, una vez que terminaron, les hizo saber que si su hijo la mataba ellos serían los culpables, como respuesta ellos le hicieron saber que su obligación era estar al lado de su marido, porque ella era de su propiedad, quisiera o no. En otro tiempo hubiera sido capaz de huir, pero los maltratos la habían cambiado, ahora se sentía perdida, insegura e inútil. Suplicante, les pidió le fuera permitido permanecer un mes alejada de su hijo para recuperarse.

Transcurrido ese tiempo, Rafael llegó por su esposa un día en que Paty se encontraba sola en la casa. Al ver a su marido la invadió la angustia esperando lo peor. Pero, nada malo pasó, el esposo la trató muy bien y permitió que ella se quedara en casa de sus padres. La visitaba con frecuencia y le llevaba de comer su platillo favorito, camarones a la diabla. Sin embargo, a ella no le interesaba continuar con su relación matrimonial, sólo quería recuperarse de los golpes y regresar con sus padres.

La última vez que Rafael le pidió a Paty que regresara a su lado y ella se negó, él salió de la casa bastante molesto. La mamá del hombre empezó a temer lo peor, por lo que hizo lo posible por convencer a Paty para que regresara con su hijo, ella se negó.

Esa misma noche, horas más tarde, regresó Rafael a buscar a su esposa, iba bastante ebrio y empezó a patear la puerta de la habitación en donde ella estaba. Era tanto su enojo que azotó un puntapié a una maceta que estaba afuera de ese cuarto, haciéndola volar en mil pedazos. La mamá del hombre salió para calmarlo, pero en lugar de ceder se puso más agresivo, dándole un empujón a la señora, de tal manera que terminó estrellando su cabeza contra la pared, fue tan duro el golpe que la dejó inconsciente y con una seria herida en la cabeza. Paty exclamó un grito de terror al pensar que la había matado y dando por hecho de que, si salía a auxiliarla, en cuatro segundos también sería asesinada.

El pavor que sintió en ese momento la hizo aferrarse más a la idea de no salir por lo que atrancó mejor la puerta y a gritos llamó a su suegro, quien era el único que lograba dominar a Rafael; y así lo hizo. Después de un fuerte forcejeo lo arrojó a la calle y cerró con llave, de inmediato atendió a su esposa, quien poco a poco fue despertando del desmayo. Varios días después Paty se armó de valor y salió a la calle dispuesta a huir de aquella locura, sabía que en cualquier momento la podían matar. Salió y sólo caminó una cuadra, ya que su esposo la estaba vigilando y la alcanzó. Al tenerla frente a ella, Rafael la tomó con fuerza del cuello para ahorcarla. Paty, por más que luchaba, no se lo quitó de encima hasta que llegaron varios vecinos que, reuniendo valor y fuerzas, lograron liberar a la mujer. La policía llegó justo a tiempo y se llevó a Rafael, quien desde la patrulla gritaba amenazando a su esposa de que se volverían a ver, que sabía dónde vivía su familia y la rutina de trabajo de su padre.

Los suegros de Paty no perdieron tiempo, en cuanto él fue arrestado, ellos la llevaron hasta Aguascalientes para que cuando Rafael saliera libre ella ya no estuviera. Por su parte, Paty no se atrevió a llegar a casa de sus padres, sino que optó por llegar a la casa de una tía, quien vivía en un pueblo cercano, mientras decidía qué hacer para no vivir en peligro bajo la amenaza de aquel demente.

 

 

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