Cuando cae la persiana nocturna,
con la palidez del vampiro
nuestra alma se expone desnuda.
El ataúd del corazón
es profanado por la estaca
de la realidad,
la amargura del ser
devela nuestra razón,
de vela nuestra razón
en esta oscuridad
donde nada se palpa,
ni siquiera el espectro
rotundo de la muerte,
luz eterna de nuestra única suerte,
que paradójicamente
se traduce en vivir.
No hay más,
sólo el abrazo que nos reconcilia
con lo que somos,
que nos enlaza con los otros.
Con cada respirar morimos,
todo es telón y ocaso, efímero polvo.
No podemos confiar en el pasado,
nostálgico y traidor deformado.
Nuestra condición exige
seguir un camino de tierradura,
trazado por nosotros,
logrado por el anhelo del pecho,
por el frenesí de la poesía,
por el espíritu que roto
se reconstruye con cada morir.
Hay que ensayar diez muertes en vida
para luego, con maestría,
desvanecernos al ritmo del aire
concluido nuestro tiempo,
entre la percusión de los aplausos
del otro que también somos.