De buscar un príncipe (o un pretexto para conocerse a uno mismo) por Daniel López Romo

Él siempre me recogía
En su carroza flotante
Y me mostraba la luna
Me leía mi fortuna
Me sentía importante

-Elsa y Elmar

Siempre se trató de escapatorias, ¿no es así? Desde la primera vez que nos vimos, nuestro encuentro siempre lo construyeron las escapadas. Yo me escapaba de mi vida en un rancho de los Altos Norte de Jalisco, tú te escapabas de las montañas de trabajo que tenías en una ciudad de la costa del mismo estado. Creo que es verdad cuando dicen que uno no escoge de quién se enamora. Cuando te vi no me despertaste ni el más mínimo interés más allá de que mi primo me comentó que tú y tu amigo nos venían siguiendo desde el otro antro. Reparé en ti momentos antes de entrar a Paco’s Ranch a ver el show de las drags tan irreverentes que tanto me encanta ver. Un día antes flotaba en la alberca de casa de mi primo, iluminado por la luz de la piscina y viendo al cielo pensando si algún día encontraría a alguien que me quisiera tanto como yo quería a mi amigo heterosexual de la preparatoria. Escaparme de mí mismo en mi cabeza.

Tu amigo quería ligarse a mi primo y por eso nos estaban siguiendo. Como broma pesada del destino, tú y yo nos quedamos solos en el segundo piso del lugar viendo el show y bebiendo cerveza. A pesar del calor nos fuimos acercando y la bebida ya nos fluía a los dos por la sangre. Intercambiamos muy pocas palabras. Me enteré de que eras arquitecto, que eras cinco años mayor que yo y que te gustaba mucho la fiesta, pero odiabas a la gente. Bailamos viendo al frente, lado a lado y acto seguido nos dimos un beso. Uno se hizo muchos, dos cuerpos un solo montículo trepado encima de una banca y juro que el tiempo parecía desvanecerse y dejar de importar en absoluto. Separé tu cara de la mía y sostuve tu rostro entre mis brazos. No podía creer que alguien como tú se hubiese fijado en alguien como yo, quizás porque al haber crecido en un pueblo pequeño, con una cultura de género represiva, estaba ávido de entablar una relación estable con otro hombre como “refugio ante la homofobia generalizada (…) [y me resultaba] imperativo mantener las pocas relaciones presentes, aun a costa de la calidad de las mismas” (List, 2007). Sacudí mi cabeza sonriendo y volví a acercarte a mí para oler el matiz a madera de tu perfume.

Mis cigarros se terminaron y corrimos tomados de la mano a la miscelánea de la esquina en donde insististe en comprarme los que eligiera. Salimos de regreso a Paco’s y me detuviste en la esquina del bar más próximo, recargaste mi cuerpo contra la pared sosteniendo mi mano y me besaste. El tiempo se suspende, y el espacio es sólo lo que existe en mi cabeza tras cerrar los ojos y sentir que eres el único lugar sobre la tierra.

El resto de la noche es ahora sólo un reflejo de luces de bola disco, risas y sostenerme de tu mano. Se dieron las seis de la mañana y nos pidieron salir del lugar. Recuerdo estar orgulloso porque mi primo me dijo que no me preocupara por la forma de regresar a casa porque él haría uso de su guapo rostro para conseguirnos transporte, sin embargo era gracias a mí que lográbamos volver en la carroza de Cenicienta antes de convertirse en calabaza. Dejamos a mi primo, después me dejaron a mí en casa de mi hermano y antes de salir del auto me pediste mi número de teléfono. Entre mi borrachera te di también mi teléfono para que guardaras el tuyo y me bajé del auto sonriente, triunfante y sintiendo un calor en el pecho que nunca había experimentado.

A la mañana siguiente encontré un mensaje de tu amigo en donde me advertía que más me valía que te escribiera al despertar. Recuerdo pensar con claridad que tu amigo era un idiota engreído pero me alegré de la advertencia mientras me debatía contra la cruda que hacía arribo en mi cuerpo. Del intercambio de mensajes acordamos vernos ese día por la noche y que tú pasarías por mí. Me acicalé lo mejor que pude y me alegré de haber empacado mi perfume y mis garras más finas. Antes de salir de la casa mi hermano me preguntó tajantemente si iba a ir a verme con el “puto” con el que me vieron anoche en el Paco’s. Me quedé helado con el interrogatorio. Aparentemente uno de los trabajadores de las casas de empeño de las que era socio mi hermano, me había visto agasajándome contigo la noche anterior y no había reparado en guardarlo para sí mismo. Y dos cosas raras sucedieron, la primera es que no me paralicé antes de contestar que sí, que estabas a punto de llegar por mí, a lo que mi hermano respondió que si te veía te agarraría a batazos (amenaza que tome en serio por el bate de madera que descansaba al costado del marco de su puerta), y la segunda es que me sorprendió el poder con el que no me escondí de la verdad como aquella vez que mi hermano me escribió por Facebook para decirme que sabía que había hablado con “el Rosa”, el chico que le había contado de mi hazaña de la noche anterior, y que chingaba a su madre si volvía a llamarme su hermano, amenazando con contarle a mis papás sobre mi homosexualidad. Pero esa es toda otra historia que implica la forma en la que entré al clóset, el tiempo en que estuve viviendo dentro de él, y el tiempo y las circunstancias que me ayudaron a salir de él para finalmente darme cuenta que uno no sale por completo del clóset, y que asumir la propia orientación sexual viene con sus complejidades y paradojas propias (Adams, 2011), además de ser un dispositivo de control sobre el libre ejercicio de la propia sexualidad que se encuentra presente en nuestras propias familias (Serrato y Balbuena, 2015). 

La tarde era más húmeda que de costumbre en Puerto Vallarta y la lluvia, que tanto me ha gustado desde siempre, no daba descanso a la tarde. Te vi llegar y mi corazón se brincó un latido. Me trepé en el auto y nos dirigimos a la zona romántica, el barrio de la ciudad en el que el ambiente gay friendly acapara todos los negocios como formando una especie de gueto para el turismo homosexual, a un restaurante que ya ni siquiera está abierto. No sé si notaste lo nervioso que estuve durante la cena. Nunca había salido con un hombre de esta manera. Lo había imaginado mil veces en mi cabeza, cuando estaba enamorado del chico que me gritaba joto en la secundaria. Y ahora estaba sucediendo. Me estaba pasando a mí lo mismo que a la “gente normal”. Podía salir en una cita con otro hombre, así como lo hacían mis amigas con sus novios desde hacía muchos años. Y te juro que era tanto mi nerviosismo que me sentí como la sirenita comiendo con el príncipe Eric en su palacio y a dos estuve de tomar el tenedor y peinarme con él en lugar de darle vueltas a la pasta que tenía enfrente.

Y en ese verano, desde la primera noche y todas las que le siguieron, seguimos viéndonos y construyendo ese pequeño mundo de ilusión en el que nunca creí poder vivir. ¿Te acuerdas de la noche que salimos a cenar y después fuimos al bar de tu amigo? Ese donde nos encontramos a una señora gringa tomando margaritas y que nos preguntó cuántos años teníamos juntos porque nos veíamos muy felices. Seguramente ya no lo recuerdas, pero yo sí, especialmente cómo me contó que hace muchos años había conocido al amor de su vida en ese puerto, un joven mexicano gallardo, una noche en que sonaba “Gracias a la vida” de Violeta Parra. Ella cantaba unas estrofas en un español sorprendentemente poco atropellado y yo la acompañé al canto con un “Gracias a la vida, que me ha dado tanto, me dio dos luceros que cuando los abro, perfecto distingo lo negro del blanco”… Y ahora me da risa pensar que cuando se trataba de ti, y de sentir eso que estaba sintiendo, nunca había visto las cosas tan claras como aquel día y a la vez de forma tan opaca como para ver todo de ti. Pero bueno, creo que a fin de cuentas el amor también es otra forma de escaparnos de nosotros mismos, para buscar esas partes recónditas que creíamos imposibles de sentir sobre nuestras propias vidas.

Ahora, desde una estación de autobús en mi cachito del mundo, puedo escuchar el ritmo suave de las olas del mar y mi ropa no es la que traigo encima sino una playera de rayas estilo marinero y un pantalón de mezclilla, mi cuerpo no está recargado contra la pared mientras espero el transporte, sino que se recuesta en una cama de playa; mi cara no se baña con el aire seco de esta meseta porque siente la brisa salina de la costa. Vuelvo a la primera cita en la que caminamos tomados de la mano hasta llegar a la playa a ver el atardecer y caigo en cuenta de que nunca hablamos mucho con palabras cuando nos teníamos de frente. Vivo nuevamente la sensación de besarnos: el rose de tu barba, la forma en que mordías pacientemente mi labio inferior y mi respuesta haciendo lo mismo. Ese era nuestro lenguaje: el del cuerpo. Y nos quedaba claro que las palabras sólo eran otro medio para hacernos entender nuestro mundo interno. Pero los besos, igual que todos los momentos de éxtasis de la vida, se interrumpen cuando dejan el espacio privado. Ese día en la playa, frente a un hotel de la zona romántica, una luz de vigilancia nos iluminó desde la torre del hotel y los dos instintivamente nos separamos. Sentía a la par del gozo una vergüenza de besarme en público con un hombre, y en cuanto la luz nos cayó encima separé mi cuerpo del tuyo. Seguía creyendo que amar a alguien de mí mismo sexo no era un asunto que se debiera mostrar a todas las personas, todavía vivía en mi propia versión de la homofobia internalizada, algo que Borrillo (2001) define como el resultado de vivir en entornos hostiles hacia la orientación sexual de los individuos, una “interiorización de esa violencia, manifiesta en forma de insultos, injurias, palabras despectivas, condenas morales o actitudes compasivas [les] lleva a luchar contra sus deseos, provocando a veces conflictos psicológicos graves” (p. 108).


La tercera vez que te vi me escribiste por mensaje para preguntarme qué me gustaría comer, me enviaste una imagen del menú de un sitio de comida italiana y pediste mi opinión acerca de qué licor me venía mejor beber. Además del cuerpo, el licor también fue una constante de nuestros encuentros, de nuestras escapadas, al igual que en la vida de tantos otros gays cuya vida transcurre entre sitios de esparcimiento que ofrecen alcohol y otras drogas y formas distintas de distraerse del propio desprecio de su orientación sexual (Ortíz, 2005) o de encontrar una forma de sentirse pertenecientes a algo, a alguien. Sentí emoción de que alguien me preguntara por algo tan simple como lo que me apetecía comer. Contesté que lo que quisieras estaría bien, la primera vez que cedí mi voluntad para dar espacio a la tuya. Pasaste en tu flamante carroza Jeep a recogerme y nos enfilamos a tus departamentos en otro estado del país. Recogimos la comida en el restaurante de paso y en el camino tomaste mi mano, nuestra conversación favorita, y recorrí con mis dedos la orilla de tus uñas recortadas por el nerviosismo de la vida diaria. Llegamos a tu reino en aquel entonces, un complejo de departamentos con una vista majestuosa hacia un campo de golf. Y entonces charlamos, sobre tu vida y la mía, sobre especificidades de la construcción que no entendía pero que al salir de tu boca me parecían fascinantes. Un trago de tequila y otro más. Reímos un buen rato y después sugeriste que nadáramos en la piscina. Me desnudé hasta quedar sólo en ropa interior, nervioso por estar por primera vez tan descubierto frente a otro hombre que me gustara, y recuerdo tu mirada complacida al mirarme, una mirada que me hacía sentir como volando por el mundo en una alfombra mágica. Un hombre me veía y le gustaba lo que miraba, un hombre me veía y le gustaba, un hombre me veía, un hombre…

 

En el agua, tu cuerpo se acercaba al mío, lo cargaba como si fuera ligero como una pluma, lo acariciaba, se aferraba a mi presencia en abrazos prolongados. Y entonces, el casi silencio perfecto: un beso. Y entonces, otro tipo de luz en forma de vigilante del complejo de departamentos. En un movimiento brusco me empujaste para crear distancia entre nosotros ante la mirada de aquel hombre y mientras el agua dejaba evidencia de la cercanía que segundos antes nos rodeaba, una sensación de vergüenza se apoderó de mí tan rápido como una bala: un hombre que me besaba me había empujado porque alguien más nos vio, un hombre que besaba me había empujado, un hombre que besaba, un hombre…


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El lenguaje no es estático, es algo que nace como nosotros y que, aunque su esencia continúe siendo la misma, se expande, crece y cambia, tanto como puede contraerse, retroceder y volverse en contra de sí. Nuestra forma de hablar también cambió, los silencios maravillosos se volvieron otra forma de escapar, de nuestras ideas iniciales, de la ilusión que se construye a solas pero en conjunto.


Pasó un año desde la primera vez que nos vimos y habíamos comenzado a hablar todos los días por mensaje de WhatsApp desde que me fui. ¿Te acuerdas de cuando te di las gracias por un verano tan maravilloso? Habíamos acordado que si cuando volviera continuabas soltero y yo también, volveríamos a encontrarnos otra vez. Pero tú no me dejaste ir tan fácil. Tus llamadas en la noche se volvieron habituales, escuchar tu risa por teléfono me hacía sonreír como a Eso el payaso el cenarse un par de niños cada 300 años. Y yo seguía sin poder creer que me quisieras, que se te hubiera escapado llamarme tu novio cuando te ofreciste a pagarme un boleto de autobús para que fuera a verte. Creo que siempre me comparé contigo: tú, guapo, de ojo verde, más billetudo que Ricky Rickon, con un trabajo impresionante y todo lo que yo deseaba para mí vida. Creo que es por eso por lo que sin darme cuenta me volví tan poca cosa ante mis ojos, y me creí menos que una cosa, y me convertí en una muñeca inflable que sólo servía de receptáculo de tus deseos.

 

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Aquí estamos, un año después de habernos visto. Yo escribiéndote para preguntarte si llegarías al bar de siempre. Yo bailando canciones poperas y empinando una cerveza tras otra mientras esperaba que mi teléfono se iluminara con un mensaje tuyo. ¿Te acuerdas que me dijiste que le pusiera un traje de velorio a mi pensamiento de verte? Y ahí estaba, habiendo viajado más de 400 km sólo para ir a verte y triste en medio de la pista de baile iluminada, y solo entre cuerpos que al chocar conmigo no significaban nada porque no hablaban el idioma del tuyo contra el mío. Después salimos a fumar y los amigos de mí primo me preguntaron por mi cara larga. Les contesté que esperaba a un chico de ojos verdes un poco más bajito que yo. Me preguntaron tu nombre, les contesté. El amigo de mi primo me pregunto por un apellido que resultó ser el tuyo. Las referencias que me dieron de ti después no fueron para nada halagadoras. Decidí no creerlo, ¿qué iban a saber ellos de lo que yo veía en ti?, ¿qué iban a saber de todo lo que no me decías y a mí no me importaba? Si ellos no sabían de las veces que nos despedimos como en las películas de Hollywood, como la vez en que me despedí para tomar un taxi y al darnos un beso bajo la llovizna tus amigos gritaron de júbilo y hasta aplausos recibimos. Si tan sólo la historia se redujera siempre a los besos de las escenas finales, a las despedidas en las que el enamorado siempre corre detrás de la protagonista con la promesa de un felices por siempre. Permíteme ir sacando el traje para el velorio de cuando nuestra película se parece más a las de Quentin Tarantino…


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Hay conceptos en la vida que parecen cursis, también momentos en los que entiendes porque existe la frase "me rompieron el corazón". Esperé muchísimo por volverte a ver. Otros seis meses. Ya serían tres vueltas al sol desde que te vi por primera vez. Dejé a mi primo que me vistiera según lo que él creía que se me vería mejor para encontrarte otra vez. Me volví su copia, ese prototipo perfecto del gay empoderado: playera de malla estampada, flores blancas y grises contrastando con el negro, pantalones negros entubados y tenis negros. Y me sentía bien con el disfraz, era como él, por el que me preguntaste desde la primera cita, por quien me preguntan siempre todos los hombres con los que salgo… esa imagen con la que cumplen sus fantasías y la que deshumanizan por capricho del deseo. 


Misión cumplida. Me encontraste en la pista, como siempre. Vi en tu mirada que te volviste loco. Y bailamos, al ritmo de Selena, me diste una vuelta tras otra entre la marea de gente. Y sólo tenía ojos para ti. En tus brazos siempre me sentía completo. Entonces la constante: un trago tú, un trago yo; luces fosforescentes; pocas palabras. Un tipo muy guapo se acercó a ti al final de la noche y claramente estaba encantado contigo. Hablaste con él sin soltarme de la mano. Dos de sus amigos se acercaron a mí con una táctica de guerra infalible: deshacerse del estorbo. Eran guapos, estaban logrando su cometido pero sentí a tu mano, que no me dejaba solo, y era como si me hablaras sin parar… ese era nuestro idioma. Si me tomabas de la mano para mí no existía nadie más en el mundo. 

Salimos del lugar juntos, ebrios los dos. Llegamos hasta tu carroza y nos encaminamos hasta tu casa. Recuerdo ver las luces del túnel mientas pasábamos por ahí, y mi mano rozando el viento ventana afuera. Apenas si alcanzaste a llegar a casa de tu amigo y me dijiste que tu primo pasaría por nosotros para llevarnos hasta la ciudad donde vivías con tus padres. ¿Te acuerdas que me negué porqué me daba vergüenza? Pero tus ojos, siempre tus ojos, verdes como la pradera bajo el sol, pero tu forma de mirarme, insistente como la primer persona que te quiere. No me quedó de otra y accedí, porque lo único que siempre quería era estar contigo sin importar cómo, ni cuándo, ni dónde.


Ahí fue donde se rompió la burbuja. De esto seguramente no te acuerdas porque yendo los dos en la parte trasera del auto de tu primo, que viajaba con su novia en el asiento de copiloto, te quedaste dormido y, antes de hacerlo recargaste mi cabeza en tu pecho. Sentí el ritmo lento de tu corazón, el compás de tus pulmones y hasta tus ronquidos me parecían el sonido más parsimonioso que hubiera escuchado. Opté por fingir que yo también dormía sobre ti. Y entonces… la verdad de golpe. 

"¿Hace esto muy seguido?", preguntó la novia de tu primo. "¿Qué? ¿Llevarse a chavos del antro a su casa? Sí, hace poco tuve que ayudarle a sacar a escondidas a un chavo de su casa para que sus papás no lo vieran". Y entonces… sentir como te desmoronas por dentro. La confusión de no entender que la persona que más querías ya había hecho con alguien lo que ahora hacía contigo. Y créeme, que no importa que alguien más haya compartido tu cama, nunca fuimos nada formalmente. Lo que nosotros fuimos tenía su propia forma de nombrar las cosas. El asunto es que mientras yo soñaba con compartir tu mundo, con esos pequeños rescoldos de luz en los que te mostrabas vulnerable frente a mí, y me ayudabas a construir a alguien más allá de quien presentabas para defenderte del mundo, tú habías llegado a alguien más a ese lugar que quería que compartieras conmigo mientras hablabas conmigo.

Íbamos a mitad de la carretera y te juro que quería romper en llanto en ese momento. De pronto tu cuerpo era una cárcel y no un refugio. Quería gritar. Quería golpearte… que me abrazaras y me dijeras que no era cierto. Pero ahí estabas, en tu mundo de ensueño, y no pude reunir las fuerzas suficientes para pedirles bajarme en la madrugada en un camino que no conocía. Aplique la misma estrategia que cuando tenía cinco años y quería convencer a mi mamá de no ir a la escuela: pretendí seguir durmiendo. 


Y llegamos al palacio del príncipe, de madrugada y sin hacer ruido, rodeados de ladridos de perros que venían del interior de tu casa. Y me callé, y pretendí que no pasaba nada. Igual que las princesas de Disney al final de las películas cuando se alejan de la toma en una carroza nupcial, y, seguramente, igual de iluso y decepcionado. Pero qué importaba si estaba contigo, si en las paredes de la escalera que daba hacia tu dormitorio pude ver dibujos hechos por ti, si podía asomarme por instantes breves a tu mundo interno. 


Al entrar a tu cuarto cerraste la puerta y automáticamente empezaste a besarme. Quería gritar. Quería volverme otro. Y a pesar de todo, impulsado por la cólera, consensue nuestro encuentro. Te dejé regodearte de la visión falsa de lo que era y desnudarla de mi cuerpo, seguramente nunca te diste cuenta de que estabas viéndome roto en ese momento. Respondí tus besos, me zambullí en tu cama, nos volvimos animales hambrientos por la carne del otro. Este silencio significaba bestialidad, pasión y desencuentro. No era el mismo silencio de siempre. Como siempre, te dejé entrar en mí y embestirme con toda la fuerza de tu cuerpo etílico. Y lo disfruté, mucho. Nunca he hecho el amor, pero esa noche sí que hice el odio: hacia ti, hacia mí, hacia mis referentes estúpidos de lo que era amar. Nunca he hecho el amor, nunca he sabido lo que es ser genuinamente amado erótica y afectivamente por otro hombre, pero ante la idealización y el vacío no soy ningún extraño.

En los golpes de la vida está el despertar… ahí es donde se encuentran las epifanías, en los golpes que lo cambian todo, en ver como salido de mi cuerpo cómo me sacabas a escondidas de tu casa cuando supiste que tus padres ya no estaban, en la forma en que negaste lo que tu primo dijo la noche anterior alegando que había sido un amigo tuyo, en la forma en que no me pudiste mirar a los ojos mientras me llevabas a la parada de taxi para que viajara otros tantos kilómetros de regreso… en la forma en que no me daba cuenta, hasta ese momento, del daño que me hacía estar contigo y de lo mucho que me aferré a estarlo porque creía que eso era el amor. Es muy fácil quedarse cuando uno no conoce alternativas distintas para vivir las cosas.

Ahora paso de ser ese que se despidió de ti una noche lluviosa en la costa, el que se bajó de tu carroza flotante después de despedirme de ti porque partías a vivir a China. En este preciso instante no soy aquel que te abrazó torpemente porque pensó que acercabas tu cuerpo para eso y no para quitar el seguro de la puerta del copiloto para bajarme. Tampoco soy ese que reía mientras te tomaba de la mano cuando rondábamos todo Puerto Vallarta, ni aquel a quien besaste frente a tu preparatoria sintiéndote orgulloso porque en tu pasado te habían reprendido muchas veces porque te gustaban los hombres. No, ahora soy otro gracias a haberte conocido. Hoy soy quien escribe esto en búsqueda de reconstruir una experiencia a través de la autoetnografía, alguien que sabe que en la historia personal se pueden rescatar experiencias a través de la investigación, y que estas trascienden de lo personal a lo político y cultural mirando de forma sistemática mis vivencias contigo, ordenándolas, resignificándolas, ganando toda la agencia, por no decir valor, que me faltó estando a tu lado (Ellis, Adams y Bochner, 2010) y reconociendo que eran muchas las diferencias que nos atravesaban y que terminaron jugándonos en contra: nuestro nivel socioeconómico, nuestra concepción sobre lo que es ser un hombre, nuestra ubicación geográfica, y, sobre todas las cosas, nuestra percepción sobre la vida y lo que es el amor.

Quizás no recuerdes las cosas como yo lo hago y tu versión de la historia difiera mucho de esta que cuento. Probablemente en tu historia existan muchos más factores que pasé por alto, después de todo la memoria es uno de los componentes más frágiles de lo que nos hace ser personas. Pero ésta es mi historia, mi forma de ver las cosas, de sentirlas y de comprenderlas a partir de todo aquello que me conforma para que quienes hayan vivido algo similar sepan que incluso de amar perdidamente en donde no existe correspondencia también pueden sobreponerse. Al terminar de escribir esto recuerdo el primer beso que compartimos juntos, los silencios que nos unieron en complicidad, esa sensación de rosar la punta de tus dedos y veo tus ojos a la distancia despidiéndose y encontrándome al mismo tiempo… me encuentro, a través de lo que viví contigo.

 

 

Referencias bibliográficas.

Adams, T. (2011) Narrating the Closet. An Autoethnography of Same-Sex Attraction, Walnut Creek, Estados Unidos: Left Coast Press.

Borrillo, D., (2001). Homofobia, Barcelona, España: Edicions Bellaterra.

Ellis, C., Adams, T. y Bochner, A. (2010) Autoetnografía: un panorama. En Bénard, S. (Coord.). Autoetnografía. Una metodología cualitativa. Aguascalientes: Universidad Autónoma de Aguascalientes.

List Reyes, M. (2007) Masculinidad e identidad gay en la ciudad de México. En Amuchástegui, A. y Szasz, I. (Coords.). Sucede que me canso de ser hombre… Relatos y reflexiones sobre hombres y masculinidades en México. México: El Colegio de México.

Ortiz, L. (2005). Influencia de la opresión internalizada sobre la salud mental de bisexuales, lesbianas y homosexuales de la Ciudad de México. Salud mental28(4), 49-65.

Serrato, A.,  Balbuena, R. (2015). Calladito y en la oscuridad. Heteronormatividad y clóset, los recursos de la biopolítica. Culturales, III (2), 151-180. 

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