Bailamos lento sobre la nieve, dimos vueltas y vueltas, bailábamos lento al ritmo de una melodía inexistente.
Poco a poco nuestras almas iban muriendo, echando pedazos al suelo; con cada pirueta un trozo.
Te observé deshacerte en cada vaivén, teñirte de negro, esconderte en las sombras y huir de mí.
Estirabas la mano: y al tocarnos, hacernos cenizas.
Bailé frente a ti, dejando mis pasos marcados sobre la helada alfombra blanca. Arrancándome del pecho lo que tenía tu nombre. También fui sombra, también fui tinta.
Y así la distancia fue creciendo, nuestro baile nos fue alejando.
Enmudecimos.
Hizo más frío.
Giraste en torno a mí, regalándome una sonrisa y una mirada apagada. Te hice una reverencia y encajaste el cuchillo en mi espalda.
Sin aire, sentí el calor de la sangre recorrerme entera.
Te observaba: incrédula. Tú me mirabas contenta, triunfante.
Y volviste a bailar alrededor de mí. Haciendo conjuros. Como una bruja que le ofrenda algo a la luna.
Te deformaste, me derrumbé.
¿Qué eres? Apenas te reconocí.
Regresa.
Te quise de vuelta, te supliqué.
Regresa.
Te pedí que me sacaras aquello de la carne; más bien hundiste tu pie en mi cuello. Te volviste más negra, un rostro sin ojos.
Me levantaste, y bailaste conmigo. Dimos diez vueltas, dejamos un rastro de sangre y nos sonreímos.
Dejé de sentirte.
¿Quién eras? ¿De quién tus demonios?
Me supiste a polvo, a otra tierra.
-Termina ya- se escuchó en eco. Una voz de otra dimensión, de otras vidas, de otros reinos.
Yo no dije nada.
Te dejé que hundieras el cuchillo, setenta y siete veces más.
Se deshizo la nieve, volaste al inframundo para sentarte a su izquierda.
Y nunca más volvimos a bailar.
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