En estos días casi todos hemos experimentado un vuelco —para algunos más duro—, nuestra vulnerabilidad expuesta de una manera descarnada, haciéndonos más cautos, evidenciando que no somos indestructibles, sino todo lo contrario, quitándonos mucho más que la salud, lo cual fue un tremendo golpe al ego de aquellos que se veían como especie superior.
Algo que ni siquiera percibimos a simple vista es capaz de comernos desde dentro, por decirlo de algún modo; esta cosa invisible nos ha llevado al interior, nos ha vuelto las tornas y nos ha obligado a cambiar muchísimas cosas, tantas que es abrumador. Ha sido como morder la mítica manzana y, de pronto, ser conscientes de que estamos rodeados de todo un mundo que no podemos ver, pero que sí nos afecta.
Somos seres vivos, criaturas sociales, sensibles… Así, hemos abierto los ojos a muchas verdades, y una de esas maravillas que se pueden dar por sentadas por su cotidianeidad, nos fue restringida en gran medida: el contacto.
Que no, no estoy exagerando, aunque más de alguno habrá pensado que sí, porque claro, seguimos en “contacto” con todo mundo gracias a los medios digitales, tenemos bien guardados sus “contactos”, así que, ¡en tu cara, bicho invisible! Pero no, la cosa no va por ahí.
De nuevo podemos jugar con las distintas acepciones de una palabra, porque cada momento que pasa le vamos asignando más significados, sobre todo ligándolo a la tecnología en constante evolución. Sin embargo, de origen, hay que recordar lo que entraña el núcleo más sensible del concepto: esa acción, ese efecto, de que dos cosas, dos seres, se toquen.
Yo sería la primera en levantar la mano para decir que los vínculos pueden forjarse, y mantenerse, aun cuando no haya un cara a cara, a fuerza de voluntad, de constancia e interés, porque lo he hecho antes; pero estos días nos han quitado parte de eso, incluso.
La reclusión va algo más allá de cuatro paredes, el espacio físico no es la única barrera, nos hemos visto aislados a niveles más profundos, por lo que muchas veces se prolongan los tiempos antes de volver a tener ese contacto con el exterior, con los otros; el sentido de distancia se cuela en nosotros y a veces nos olvidamos hasta de un simple hola con un mensaje de texto.
Antes era más sencillo mantener esa cercanía con los demás, a través de ese mensaje, con una llamada, viéndonos por video y “tocándonos” a la distancia, guardando ese anhelo de piel a piel, de tacto, porque dábamos por sentado que más tarde o más temprano tendríamos ese privilegio con alguien, tal vez no con la persona del otro lado de la pantalla o al otro extremo de la línea, pero sí le daríamos la mano a alguien durante el día, tal vez incluso un abrazo o un beso.
Recuerdo leer en un libro el concepto de “privilegios de piel” para denominar ese permiso de tocar, de crear intimidad con el tacto, a raíz de cierto grado de confianza, de un vínculo en ciernes… Una forma de fortalecer relaciones, de sanar. Me pareció una idea muy bonita, porque es así de simple, es algo que constantemente hacemos casi de forma inconsciente, marcando distancias y tipos de contacto con la gente que vamos conociendo, cuyas vidas vamos tocando.
Y es que hay tantas maneras de tocar, de acercarnos, que no siempre valoramos ese privilegio que entraña estar piel con piel, sin menospreciar esas otras formas, por supuesto; pero, a veces, una simple caricia llega a más lugares dentro de nosotros que cualquier otra cosa.
Un escalofrío, una suave descarga eléctrica, un completo consuelo… son cosas que se obtienen cuando tocas a alguien, cuando ese órgano maravilloso llamado piel entra en contacto con otro ser vivo, con alguien que compartes esos privilegios.
Darnos cuenta de esto, de esa vulnerabilidad ante cosas pequeñas, puede hacernos espabilar respecto a lo que estábamos haciendo o lo que habíamos dejado de hacer. Sonará a cliché, pero realmente no siempre sabemos lo que tenemos hasta que lo hemos perdido.
Hoy en día se nos dice que hay que guardar las distancias, protegernos a nosotros mismos y a quienes nos importan, se nos ha limitado algo esencial, tratando de sustituirlo —ya no complementándolo— con los recursos tecnológicos con que contamos, como si un abrazo virtual pudiera realmente ofrecer el mismo refugio de unos brazos rodeándonos.
Es para pensar si podemos existir sin ese contacto sensible, sin ese impacto del roce, del tacto, todos esos gestos de la vida diaria que seguro no valorábamos lo suficiente: ese toque juguetón con el hombro, ese dedo clavándose en las costillas con intención reprobadora, esas manos envolviendo el rostro de alguien importante, esos labios recorriendo un camino desde el cuello a otros labios…
Yo no lo apostaría, ¿y ustedes?
Coco Márquez vive en Guanajuato. Realizó estudios en comunicación, gastronomía y artes. Escritora, profesora y ávida lectora. Viajera y paseante. Amante de la historia, los misterios de la memoria, la magia y las largas conversaciones.