“─Nació el siete de noviembre de mil novecientos sesenta y ocho, falleció el diecinueve de agosto del dos mil dieciséis. Padilla se levantó a las cuatro y media de la mañana, abrió los ojos quince minutos antes de que la alarma hubiese sonado. Del lado izquierdo de la cama halló su celular, lo desprogramó y hubo aprovechado el tiempo extra para adelantar sus asuntos. Bajó con pesadez las escaleras, se dirigió a la cocina e hizo café, le robé el azúcar para conseguir esos funestos minutos de más en los que se ha despertado (deseaba mandarlo con el señor parlanchín de enfrente); sin embargo, al notar la falta del dulce, se ha tomado el café amargo ─más salud, más vida ─después de eso, se metió al baño para la ducha, he bloqueado el gas para salvarlo (mandarlo a la cama otros diez minutos), pero no funcionó, se ha bañado así. Al salir ha desayunado al ritmo habitual, recogió sus cosas y se ha montado en el carro para acudir a su desgracia.”
Culpé al crack por todo ese insomnio y euforia, culpé a esas muñecas que le obsesionaron, culpé a su misma divinidad artística que le permitió escapársele al destino que tejieron los Dioses sobre el mundo. La verdad es que no le conocí nunca. Honré su memoria leyendo alguna que otra cosa de camino a la declaración.
“─Como santa Muerte, no tengo poder sobre el camino que Ustedes han elegido para los mortales, ¡¿cómo iba a detener al ebrio que conducía?! Ahora bien, mucho menos influencia tuve sobre los poetas que se mueven a diestra y siniestra con la licencia. ¡Sólo recojo las almas que han acabado su vida en lo terrenal!”
Cuando terminé de explicar lo sucedido, se me otorgó el permiso para continuar con mi importante labor, piensen cuántos seres permanecen en el limbo de la vida y la muerte por unos pocos minutos que me roban los olímpicos, los viejos y los nuevos.