En ésta ciudad tan pequeña resulta difícil pensar que el transporte público le robe dos horas al día. Imagino que en la oficina también lo dudan cada vez que revisan el checador y caen en cuenta de que, otra vez, llegó 15 minutos después de la hora establecida. Pero es inevitable, las alas se le entumen si al menos no sobrevuela la cañada un rato cada día.
Hoy se levantó más temprano de lo habitual, cuatro de la mañana y ya estaba sobre la cima de la Bufa. Es que algo raro está pasando con sus plumas: empiezan a caerse. Tal vez el apretarlas para caber en la silla de la oficina está acarreando secuelas graves, tal vez el virus desatado también esté teniendo efecto sobre su lado animal, tal vez el tiempo que dedica a atravesar el aire ya no está siendo suficiente.
Se preocupa, pero no hay mucho tiempo para pensar en ello: casi son las nueve y hay que emprender rumbo. Después del baño con agua helada y la pelea con las mangas de la camisa, empieza a abrocharse los zapatos; han pasado varias décadas, y aún no se acostumbra a tener que estar siempre con los pies metidos en ellos. Desde que recuerda, mamá le regañaba por andar descalzo, no importaba si fuese sobre césped, gravilla, piedra laja o el barro caliente de las losetas que cubren toda la azotea. Pero hoy será diferente, no tendrá que llevar ésos zapatos por tantas horas.
La oficina le recibe como siempre, sin mucho ruido y con su ambiente gris. El siguiente paso es abrir la cortina de par en par, pero ahora lo hace más lento, hay que disfrutar ese último instante de una acción que antes había sido tan cotidiana. Hala la manija de la ventana, y el aire se mete apresurado, después el petricor lo invade todo y un par de hojas secas buscan donde retozar.
Toma una de las cajas vacías y comienza a meter a Dostoyevski, Payno y García Ponce; después acomoda las dos macetas de concreto y cactáceas. Introduce también las pinturas que trajo para decorar la pared, las fotografías en las que caben las sonrisas de los que quiere y le corresponden, y cada una de las carcajadas que se quedaron a vivir en el eco de las esquinas de su cubículo. Lo único que le pertenecía y que dejará es la cajita de pastillas con las que cada tarde buscaba combatir la ansiedad, ya no serán necesarias.
No va a despedirse de nadie por ahora, porque eso implicaría mucho tiempo. Supone que todos lo entenderán, además, cuando el corazón es bueno, todo puede corregirse. Habrá tiempo después.
Ha pasado todo el trayecto divagando, dibujando con las manos sobre el aire; está tan inmerso en sí mismo que no ha notado que una de sus alas se asoma por el cuello de la camisa. Pero eso ya no es relevante, en este punto lo mejor es dejarse ver; después de todo, la oportunidad de ser libre implica crear espacio, dejar aquello que ya no le alimenta y buscar nuevos paisajes, diferentes tiempos… otros cielos.
Se descubre, otra vez, en la cima de los cerros, ¡qué bonito es todo ese verde bajo el sol del mediodía! A lo lejos ya ni siquiera se escucha el murmullo de la ciudad, todo se resume a ese momento y el inicio del vuelo. El miedo ya no se nombra, y la felicidad empieza a adherirse a cada uno de sus centímetros. Por primera vez se siente cómodo con el precio a pagar: ser albatro, y tener alas tan grandes que en tierra no se pueda estar.
Para Alberto, Yared, Manuela & Abigail.