El olor a muerte llenaba los alrededores, y de no ser por la peste, nadie abría sabido lo que pasó. Los vecinos no se habían sorprendido de no verlo en tres días, supusieron que, como en otras ocasiones, quizá sólo estuviera bebiendo como normalmente lo hacía. La casa no tenía luz ni agua desde hacía dos semanas completas, así que tampoco se alarmaron por eso. “¿Dónde está la gente chismosa cuando se le necesita? ” pensó Raquel mientras caminaba rumbo a la iglesia para pedir al padre que diera la bendición al difunto.
Don Eusebio había tomado la decisión de no esperar a que la muerte le viniera, la haría venir a su manera y a su modo, considerando que esa era la mejor manera de que un hombre como él se fuera del mundo; en medio de aquellas borracheras interminables, en las que siempre acababa con los pantalones llenos de su propia inmundicia. Tenia ya unos 5 años pregonando que el mundo era demasiado pequeño para alguien como él, y cuantas cosas absurdas se le ocurriera decir sobre su dignidad y su hombría.
La verdad es que en su muerte nadie lo echaría de menos, las últimas dos semanas las había pasado planeando la forma de irse, dormía con un cuchillo debajo de la almohada y había comprado el mejor raticida que encontró en la botica, también pensó en colgar una soga de la viga y pasar un par de segundos pataleando; pero el cuchillo no estaba lo suficientemente afilado, el veneno le pareció muy de mujeres y no le alcanzó el dinero para la cuerda, así que tomó su sabana he hizo un nudo extraño, cuando levantó la vista, don Eusebio notó por primera vez que el cuartucho horrible donde vivió los últimos meses, no tenía viga, pero la decisión, estaba tomada; cortó la sabana, la ató a su cuello e hizo un nudo corto, tanto, que al cerrar la puerta de su recamara la sabana sostuviera su peso, se subió a la silla y acomodó todo de la forma en la que lo vislumbró en su mente, dejó caer el cuerpo tan aprisa, que uno de sus pies aún quedó en la silla, marcando justo la orientación hacia donde dio el salto, la presión lo dejó inconsciente así que no pataleo como esperaba.
Recargado en la puerta con un pie sobre la silla y la punta del otro rozando el suelo dejó este mundo. Don Eusebio dejó a su única hija huérfana, hacía 5 años, cuando en una noche de borrachera los golpes que le propinó a su esposa la mandaron al hospital y dos días después, al panteón. Su hija, que ahora tenía 20 años disimuló la sonrisa cuando el padre le dijo que no daría su bendición en misa, que ese hombre moría en pecado al atentar contra su vida y que merecía el infierno; Raquel nunca creyó en esas cosas así que no le importo demasiado.
Preparó lo que pudo para un entierro digno, con el pensamiento de que ahora nadie podría hacerle daño, y disimuló durante todo el velorio la pequeña sonrisa que le producía saber que ahora nada podía tocarla, “ya nadie puede tocarte… ya nadie te hará daño “ se decía a sí misma entre una taza de café y la otra, entre una lagrima fingida y la mitad de una sonrisa muy bien disimulada.