Si bien la magia, como las distintas ramas de la metafísica, puede considerarse de manera colectiva una patraña más del tipo “no tengo una explicación lógica, adjudiquémosle el cómo a algo más”, preferiría suspender temporalmente esta creencia digna del pueblo, que no pocas veces he compartido, para fines del presente escrito.
Soy un hombre de pocas palabras, estudiante, ya se verá, quizá eso sea lo único que tenga en común con los magos. Mis amigos podrán opinar diferente, pero con ellos no aplica puesto que se ha roto la delgada pero insistente barrera de lo desconocido con la que siempre lidio. No disfruto de ser el centro de atención ni en mi casa, y tampoco recurro a supercherías antiguas para asombrar a nadie.
A simple vista, podríamos delimitar la figura del mago como un heredero tardío del alquimista, que mediante el dominio de la naturaleza puede interferirla de distintas formas con resultados que rompen con el orden lógico del mundo. Si el alquimista durante la Edad Media era partícipe de la fiebre por el oro y añoraba en su delirio de grandeza la piedra filosofal, el mago en la edad moderna ha involucionado en la figura que se viste presuntuosamente con capa y sombrero, indumentaria de la cual pueden aparecer animales, especialmente conejos y palomas; mientras que la piedra filosofal, a su vez, devendría en varita mágica.
Hay distintos tipos de magos, es cierto, por un lado están los que dominan el espectro de la magia blanca y con ella entretienen en las fiestas dominicales: cumpleaños, bodas, espectáculos familiares, etc., cuyos trucos pueden ser aprendidos con la paciencia y el carisma de un niño o un adulto entusiasta, sin alcance mayor al asombro del ingenuo que desconoce, como yo, de los mecanismos y aparatos que se ocultan bajo el disfraz. También, por otro, encontramos a los hechiceros rodeados por un Aura de misticismo cuyo conocimiento de su materia para los no iniciados en el arte, tiende a ser más oblicuo, es decir, a través de libros o tradiciones orales. No es mi intención dar cátedra del tema, simplemente me limitaré a comentarlos.
Nuevamente acudiendo al imaginario colectivo, al que por un acto que no difiere mucho del mágico tenemos acceso como entes individuales, aparecen los elementos tradicionales del folclor que sagas como Harry Potter y El Señor de los Anillos han venido a alimentar para las generaciones de finales del siglo XX y principios del XXI: la túnica/vestido gastado, la senectud acentuada, el báculo anacrónico, el cabello largo y, ¿por qué no?, el genotipo europeo del norte. Sin embargo, no hace falta acudir a otras latitudes para encontrar ejemplos de estos magos en particular. En México, tenemos a los chamanes, a las brujas (cuyo grado de herejía es mayor por ser mujeres), a los curanderos, sacerdotes (en el sentido más amplio del término), etc. Por supuesto, todos a casi todos los exponentes se relacionan con las culturas indígenas, esas grandes desconocidas hasta hoy en nuestro país.
Si se me permite el don de la palabra, a mí, un blanco que ha pasado toda su vida en ciudad de provincia, por más que esto suene paradójico para un capitalino, me gustaría señalar que todas ellas comparten una dimensión en la que pueden coexistir, misma a la que no es ajena el imaginario colectivo: la dimensión de lo trascendente. Lo que no es puramente humano pues no puede explicarse por sus medios más comunes: la razón y la experiencia, que va más allá y coquetea con las intuiciones de la divinidad y de la muerte, no con la teología, con el sentimiento en el arte, no con el saber de la técnica, con la necesidad humana, no con sus límites.
Dudo que exista una expresión más clara de la pervivencia de dicha dimensión en la edad moderna, tampoco más tangible dentro de la cultura de las masas, que inspire todavía ese temblor elemental, primigenio, incluso cuando transmutado en risas, que experimentamos al enfrentar algo que no podemos explicarnos. En este caso, el acto de magia.
Si no me equivoco ahora, sólo en una ocasión he experimentado en carne propia un acto de tal naturaleza, y fue de lo más curioso, porque yo no necesité explicármelo, ni entonces ni ahora. En realidad, es muy probable que sea la principal razón por la que lo creo un acto de magia. No había necesidad y, sin embargo, la palabra me fue regalada, casi como para generar un recuerdo traslúcido. Era de noche, como siempre, yo volvía de un viaje por Coyoacán, cuando un hombre, cuyo identidad no develaré aquí (toda magia impone sus secretos), me besó.