“La tolerancia llegará a tal nivel que
las personas inteligentes tendrán prohibido
pensar para no ofender a los imbéciles”.
Fiódor Dostoyevski
Comencé leyendo este texto porque a cada rincón que visitaba, su blanca portada con la imagen de una mujer que no reflejaba otra cosa más que una impresionante calma, me miraba. Creo que no había leído tanto como en la época en que él llegó a mí. Nuestro encuentro fue pasivo y sin pretensiones. Antes de que estuviera en mis manos, el nombre de Vanessa Springora jamás había cruzado por mis ojos. Al principio todo fue como un filme en blanco y negro, un esbozo de los recuerdos primarios de la narradora; la historia de una sexualidad que, como la de casi todas las personas, tenía su nacimiento en los años infantiles. Pensaba constantemente en la Inmaculada de Juan García Ponce, e incluso, recordé a la pequeña Annabel, la precursora de Lolita. Y todo cuanto invadía al primer capítulo de El consentimiento, tenía el tinte de una burbuja del posible conocido de todos aquellos que escudriñáramos con la mirada a V.
Cada una de las páginas parecía tener más un tinte sombrío con respecto a la anterior. Las cosas que sucedían a la niña: la relación con su padre, el comportamiento de su madre, la relación con la élite intelectual, las constates fiestas, la apócrifa dependencia de una niña con el mundo de los adultos. Todo, por lo menos en 2021, parecería inapropiado. Pero entonces mi mente se congelaba. ¿Inapropiado para quién? ¿Inapropiado cuándo? ¿En qué momento Lolita (Si es que V. Lo es) comenzó por narrar la historia? ¿Cuándo decidimos que ella, V., no fuera la villana de esta novela? Para serles franca, las nínfulas siempre me han parecido un personaje literario extraordinario, desde el punto de vista en que estos seres lo son en apariencia, más no en esencia. El cuadro que Springora dibuja, es una obscena caricatura del día a día de cualquier niña o niño que sienta que cae en esta figura: lo soy en cuerpo, una nínfula, pero mi mente ha dejado de ser una infantil criatura hace mucho. Lo cual, es, y ha sido siempre, una falsa premisa.
¿Dónde están los adultos? Me pregunto a cada palabra que leo. Cada escena sexual que la autora describe, cada que esta ficción deja de ser ficción y es una desgarradora saña de la vida de alguien que ha decidido hablar por las víctimas. ¿Cómo hubiera sido la vida de otras y otros si hubiesen podido escribir? Imagino el cuarto de hotel en el que G., este hombre de 51 años que sostiene una relación con una niña de 13 y mi cabeza me impide construir las imágenes. Me acongoja. Sacude mi imaginación. Lo que no me lo permite ahora, me reclama el habérmelo permitido antes. Incluso recuerdo la película de El profesional (1994) y no puedo explicarme cómo antes no fue para mí escandaloso. Pero lo sé. No lo fue, porque como a Vanessa, me hizo falta ser un adulto para ver en otros reflejado lo que es un niño. Quisiera sostener mi propio argumento con los nombres reales de estos personajes, pero prefiero pensar que la realidad puede ser todavía peor a lo que leo. Y sé que no. Que quizá es la crudeza con la que la autora lo asevera tanto, la misma palabra con la que otra mujer u hombre pudieran decirlo.
Ahora, es necesario abordar el tema de la censura. Este libro es una protesta que aclama la arrogancia con la que, el círculo intelectual de aquel tiempo, permitió decirle a los imbéciles que eran quienes tenían razón en cuanto a la pederastia. Situación que, por más que nos sorprenda, sigue vigente. Aún existe quién cree que está en lo correcto al pensar que la preferencia por los niños tiene una similitud, por ejemplo, con la homosexualidad. Pero, seamos honestos, si buscáramos en cualquier diccionario, a qué se refiere el consentimiento, este nos diría que es la expresión con la que una persona consciente acepta o permite algo. ¿Se es, o se puede ser consiente, a los ocho o a los trece años? La respuesta es clara: no. No se tiene la consciencia plena de lo que la sexualidad implica en ese momento, quizá tampoco lo sea así del todo después de los 18 años, edad en la que, por lo menos en México, ya se pretende dar este carácter a las personas.
Pensemos en la formación cultural, social y académica de cada uno de nosotros, y ahora, hagamos la pregunta: ¿Sabía lo que era el sexo a los trece años? Quizá, y sólo quizá, habíamos tenido fallidos acercamientos con él a costa de los medios de comunicación o las charlas inapropiadas con otras generaciones, algunas que fueran más adelantadas a las nuestras. Pero, a los trece, nadie sabe los costes que implica el sexo, ni psicológica, ni físicamente. Lo que El consentimiento demanda, es la necesidad de observar nuestro entorno y cuestionarnos si somos seres permisivos que no están dispuestos a apoyar a aquellos que son vulnerables. El personaje de G., que en realidad es una referencia de Gabriel Matzneff, el escritor que sostuvo charlas públicas en las que se regodeaba de haber sostenido actos sexuales con menores, creyendo que hacía un bien al enseñarles lo que la sexualidad tenía preparado para ellos. Siendo así, respetado y aludido, por un sinfín de nombres que, incluso, tuvieron a sus precursores intelectuales en la aceptación del tema.
Es necesario para el lector de El consentimiento, tener bien fijas sus ideas e ideales, puesto que muchos caerán de sus pedestales tras ser ceñidos en las líneas de Springora. La autora ha sido cuestionada sobre el tema de los nombres que aparecen en su novela, siendo estos figuras tan significativas para los círculos de intelectuales y ella sostiene una firme convicción respecto a esto: no se trata de que la obra no pueda separarse del autor, se trata de reconocer al autor que busca adoctrinar por medio de su obra en cuestiones que pueden repercutir terriblemente en la vida de sus víctimas.
Me gustaría decir que, leí por placer este texto, pero más que leer por placer, el placer ha sido conocer una voz tan poderosa como la de esta autora, que no necesita pompas ni fanfarrias para decorar su novela, es lo que es y pasó lo que pasó. Ella escribe, en primera para ella, luego para los demás; es un regalo que nos obliga a ser reflexivos en nuestro papel como adultos. En la responsabilidad que tenemos al ser quienes tienen el poder de proteger a quienes son vulnerables. Más aún, la responsabilidad como mujeres, de sostener el bienestar de otras mujeres, de no permitir que la ignorancia sea el velo que cobija al abuso. Lean El consentimiento. Sean pacientes con él. Investiguen cada dato que la autora menciona. Verán, que como decía una de mis profesoras de la universidad: a veces la realidad, sino es que lo es casi siempre, puede ser más horrible que la ficción.