El día que aprendí a respirar Por: Laura Malo

Yo no sé si sé nadar. Es raro decirlo, porque nadar es una habilidad que se supone todos deberían tener, pero la verdad es que nunca tomé clases de natación ni tuve a alguien que me enseñara paso a paso cómo desplazarme en el agua. Lo máximo que recibí fueron algunos consejos de familiares y amigos de la familia durante vacaciones en mi infancia.

Han pasado más de quince años desde entonces, y cada vez que alguien me pregunta si sé nadar, no puedo dar una respuesta concreta. “Sé moverme”, respondo con duda, ya que, aunque es poco probable que me hunda, tampoco confío plenamente en mi capacidad para sobrevivir en el agua. Al menos, eso creía hasta hace unas semanas.

Para entender cómo llegué a esa conclusión, debo explicar algunos eventos previos. El año pasado fue extremadamente estresante para mí. La transición de los veintiséis a los veintisiete años estuvo llena de desafíos que me agotaron. No entraré en detalles, pero temas como las amistades, el trabajo y mi identidad me pesaron enormemente. Así es la vida adulta, supongo.

Por eso, cuando a principios de año tuve la oportunidad de escaparme a la playa, no lo pensé dos veces. Estaba decidida a relajarme, sabiendo que lo merecía. Además, serían mis primeras vacaciones desde un evento mundial que complicó los viajes a lugares concurridos.

En el camino a la playa, me permití observar detenidamente el paisaje y, por primera vez en años, sentí una conexión con la naturaleza. La brisa en mi rostro era libertad y el peso que había llevado durante casi un año se disipó con el viento. Al llegar a la playa, el agua me recibió cálidamente y casi lloro al sentir las olas rozando mis pies.

Me sentí feliz de estar viva y comprendí mi libertad. Aprendí que no estoy atada a mi pasado y que puedo soltar. Como alguien que sufre de ansiedad, angustia e inseguridad, esto se sintió como adquirir un nuevo poder, ya que muchas de mis limitaciones siempre fueron autoimpuestas.

Disfruté plenamente mis vacaciones, y una de las actividades que más me gustó fue entrar a la piscina del hotel. Había algo especial en pasar horas en el agua fresca bajo el sol. Pero pronto, estar de pie no fue suficiente; quería desplazarme en el agua y mover todo mi cuerpo.

Así que intenté nadar. Se suponía que había aprendido años atrás, aunque no estaba segura de mi habilidad. Procedí con cautela, temerosa de hacer el ridículo. A pesar de mis esfuerzos por mantenerme a flote, el miedo y la ansiedad me hacían sentir que me hundía, y terminaba poniendo los pies en el suelo una y otra vez.

Decidí no ser dura conmigo misma; lo importante era relajarme y disfrutar. Así que me acerqué a la parte menos profunda de la piscina, puse mi cabeza bajo el agua y solté mis piernas hasta que empezaron a flotar. Pero no duraba mucho en esa posición hasta que tuve una epifanía: necesitaba respirar. Parece obvio, pero una forma en que manejo la ansiedad es conteniendo la respiración, un hábito tan arraigado que no me había dado cuenta hasta ese momento. En el agua, como en la vida, es vital mantener oxígeno en los pulmones. Me recordé a mí misma: “Si estás viva, debes respirar y si respiras, puedes flotar”.

Al principio, fue un esfuerzo consciente, pero con cada respiración se hizo más fácil, casi como un impulso natural que había suprimido. Con cada bocanada de aire, la tranquilidad me envolvía de nuevo. Entendí por qué la respiración es crucial cuando las emociones nos abruman. Por eso existen ejercicios de respiración. El secreto siempre estuvo ahí, pero yo nunca lo había comprendido.

Hoy, a mis veintisiete años, todavía no estoy segura de saber nadar. Quizás debería inscribirme en clases para acabar con esta incertidumbre; después de todo, nadar es una habilidad útil. Pero, aunque no sepa nadar, lo que finalmente aprendí, después de tanto tiempo luchando contra las olas de la vida, es cómo respirar.

 

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