Sí, ya sé, no tienen que decírmelo. La peli es de 1977, así que, ¿qué hago escribiendo sobre ella? Bueno, básicamente, uno que es bohemio vive en austeridad desde antes de que la 4T la elevara a política de Estado, el cine es caro y a veces no hay nada en Netflix ni en las otras plataformas. En circunstancias similares, es sabio recurrir a los clásicos, y El lugar sin límites, ciertamente lo es. Así pues, pensé que no estaría mal escribir una reseña a modo de recomendación para quien no haya visto la cinta.
Dirigida por Arturo Ripstein y basada en la novela homónima de José Donoso, El lugar sin límites narra una historia que abarca todo un pueblo en decadencia. La dirección de este filme es minimalista. Ripstein tenía poco presupuesto, una cámara enorme y ruidosa y micrófonos descompuestos. Por lo tanto, las secuencias ocurren frente a una cámara casi siempre estática y los diálogos y sonidos tuvieron que ser añadidos por doblaje y foley. Pero ello no demerita el trabajo de dirección de actores que, junto con el guion, a cargo de Ripstein, Manuel Puig y José Emilio y Cristina Pacheco, sostiene al filme.
Antes de empezar, anuncio spoilers para esta película de hace más de cuarenta años.
Comenzamos con estas presagiosas palabras que Marlowe pone en boca de Mefistófeles: “En las entrañas de estos elementos donde somos torturados y permanecemos siempre, el infierno no tiene límites ni queda circunscrito a un solo lugar, porque el infierno es aquí donde estamos y aquí donde es el infierno tenemos que permanecer”.
Enseguida, vemos la llegada de Pancho (Gonzalo Vega), manejando su flamante camión rojo por los caminos del pueblo. Lo primero que hace es tocar el claxon para intimidar a La Manuela (Roberto Cobo), homosexual y trasvesti ocasional que administra un prostíbulo junto con su hija, La Japonesita (Ana Martín).
La Manuela reacciona con una mezcla de miedo y nostalgia. Por un lado, teme a Pancho, que la maltrató y zarandeó, y que le rompió su vestido rojo, que ella (me referirá a este personaje en femenino, como el propio personaje de La Manuela hace) juró no zurcir para que Pancho no volviera.
De entrada, resuenan ecos de La Odisea, de la espera amorosa de Penélope, que tiene que coser y descoser, aguardando la llegada de Odiseo. Aquí, el gesto traiciona la nostalgia. El de Pancho es el regreso de un amado al que La Manuela renunció. Pero Pancho ha regresado y La Manuela busca hilo rojo entre las prostitutas del burdel, un burdel a oscuras porque la luz se fue desde hace tiempo.
Luego, Pancho cae en el changarro del cuñado, Octavio (Julián Pastor), que tiene una tienda de abarrotes y una bomba de gasolina. Además, tiene una gasolinería en la carretera que ha dejado atrás al pueblo. Octavio conmina a Pancho a comprarle una casa a la hermana, ya que tiene el camión y está haciendo fletes. Pancho da respuestas vagas.
La trama se espesa cuando conocemos a don Alejo (Fernando Soler), el mero cacique del pueblo y patrón del difunto padre de Pancho, un hombre poderoso, recio y directo, pero también viejo y poseedor de otras cualidades: paciencia, magnanimidad, una cierta ternura paternal. Don Alejo es una figura paterna con una familia deshecha. La esposa tiene Alzheimer. La hija está muerta y Pancho, a quien don Alejo quiso también como a un hijo al grado de que ofreció financiarle su educación, resultó un hijo pródigo, “una bestia” que no sirvió para estudiar y que, dada la oportunidad, ni siquiera tuvo la gratitud ni la decencia de pagar por el camión que don Alejo le había facilitado.
Y fue don Alejo quien, cancelando los fletes de Pancho, lo forzó a regresar al pueblo. También fue don Alejo quien quitó la luz del pueblo, forzando a todos a irse y a venderle sus propiedades, que él a su vez venderá para que sean arrasadas y se construya algo nuevo encima.
Pero, lo más paradójico de todo es que don Alejo no tiene un heredero. Lo sabemos porque el abogado le menciona que debe hacer un testamento, y don Alejo le dice que no quiere pensar en esas cosas. Pero tampoco es falta de previsión, porque don Alejo está enfermo de muerte, tal como revela el velador. Nadie va a recibir ese dinero cuando él muera, y eso es pronto.
Quizás don Alejo sólo espera la muerte de su esposa. Quizás, también, Pancho hubiera heredado todo, de haber tenido disciplina, de haberse podido elevar sobre el rango de las bestias. Pero despilfarró toda oportunidad y ahora vuelve a causar estragos en el pueblo. Y cuando se encuentran, don Alejo no está interesado tanto en cobrarle como en confrontarlo y recriminarlo, públicamente (frente a la amante de Pancho, lo que resulta insoportable a su masculinidad). De pasada, le advierte que no busque pleito con La Manuela ni con la Japonesita, de hecho, que mejor ni vaya al congal a “moler a esa buena gente”.
El humillado Pancho le paga la mitad de las mensualidades y se pone a llorar en un rincón de una bodega, donde La Japonesita es testigo de sus lágrimas. Pancho, comprometido en su furibunda masculinidad, amenaza a La Japonesita con matarla si cuenta que lo ha visto llorar.
Y es que tanto Pancho como Octavio, los únicos dos personajes masculinos importantes, además de don Alejo, son un par de machos indefendibles, que solapan las mutuas infidelidades y son compañeros de farras y burdeles. Además, su hybris, esa arrogancia que era la perdición de los héroes olímpicos, es aquí una consecuencia natural de su machismo de banqueta.
En este punto, la cinta nos lleva a una secuencia retrospectiva bastante reveladora. El pasado del pueblo, cuando era próspero, cuando no había una nueva carretera que lo aislara y el tren pasaba seguido y había luz eléctrica. Don Alejo era diputado y, como corresponde a su dignidad paternal, el pueblo estaba agradecido y confiado de que con sus buenos manejos todos prosperarían.
Se hace la fiesta en el burdel, el mismo al que La Manuela acaba de llegar, trayendo consigo a algunas muchachas. En ese burdel, La Japonesa (Lucha Villa) lloraba por el último amante y padrote que se fue con su dinero. Una y otra congenian y se hace amigas. Durante la fiesta ocurren muchas cosas. La Manuela es humillada por los hombres que, inseguros de su sexualidad, le temen a ella, que la amenaza. Cuando vuelven al burdel y La Manuela se seca y limpia, La Japonesa le cuenta la apuesta que hizo con don Alejo y que consiste en que ella “lo haría hombre”, pero a cambio don Alejo le daría la casa. La Japonesa promete a La Manuela hacerla socia y entonces ocurre, tienen sexo y, de hecho, demostrando que la identidad sexual de La Manuela es compleja, parece gustarle un poco, porque La Japonesa le tiene que decir que deben ser amigas de entonces en adelante, que ya no la acaricie.
De vuelta en el presente, Octavio, indignado, reacio a recibir órdenes del cacique don Alejo, obliga a Pancho a pagarle la otra mitad del camión, para cortar de una vez por todas ese vínculo de obligación. De hecho, le presta el dinero. Ambos van y le pagan a don Alejo, pero de mal modo. Luego se van y, ebrios de arrogancia, deciden transgredir también la advertencia y enfilan directo al burdel.
Ahí, una aterrada Manuela corre a esconderse a un gallinero, sosteniendo en la mano su vestido rojo, que acababa de zurcir. Mientras, La Japonesita abre la puerta y Pancho y Octavio entran. Son los únicos clientes. Octavio toma a una chica y Pancho insiste en bailar con la Japonesita. Desde un hueco en el piso, La Manuela es testigo de la escena. Luego del baile, Octavio y la chica se van a un cuarto y, entonces, Pancho se pone violento. Fuerza a La Japonesita a desnudarse y bailar y amenaza con buscar a La Manuela para golpearla. Una impotente Manuela se agazapa en el gallinero, entre las gallinas, indistinguible de ellas, viva imagen de la abyección. La Manuela no consigue “ser un hombre”, no consigue, como el propio Pancho, elevarse por encima de sí mismo, sobreponerse a su miedo, hacer frente a su destino.
Pero entonces, cuando Pancho está por violar a La Japonesita enfrente de las otras prostitutas, por fin, sucede. La Manuela confronta a Pancho. Y Pancho no quiere precisamente golpearla, sino verla bailar. Su machismo exacerbado es una fachada, la violencia y la brutalidad son las máscaras de su vulnerabilidad, de su ambigua sexualidad. Y esa ambigüedad se siente, Pancho oscila entre los polos del odio y de la atracción. En el momento en que la atracción es más intensa, se convierte en odio, y cuando se vuelve más hostil, de pronto se siente cautivado.
Mientras La Manuela baila, Pancho va cediendo poco a poco, al grado que, cuando sale Octavio, los encuentra juntos. Octavio, incómodo, empieza a beber. Mientras, La Manuela ha desarmado a Pancho y consigue besarlo. Pancho se deja. Pero Octavio lo ve todo y los separa. No sólo eso, sino que exige que Pancho ajusticie a La Manuela por injuriar su hombría.
Y Pancho cede y ambos persiguen a La Manuela por el pueblo hasta que la asesinan brutalmente. El único que corre a socorrerla es don Alejo y su asistente. Don Alejo sentencia el castigo mientras el camión se pierde en la noche como una bestia roja que lleva consigo la catástrofe.
Como dije, la cinta cuenta la historia de un pueblo, El Olivo, que es un reflejo del infierno. Poco importa si siempre fue el infierno o si el infierno sólo estuvo allí en germen desde el principio, lo cierto es que no hay esperanza. Es un pueblo desahuciado. El tren casi no pasa por la nueva carretera y los hombres son violentos y brutales, y las mueres están sometidas a su voluntad.
Pero Pancho es la bestia que acaba con todo. Su agresividad proviene de su inseguridad, de una masculinidad que se siente obligado a defender a ultranza. Cuando algo roza su anima (Jung), su arquetipo femenino, surge de inmediato la violencia del animus. Pancho rechaza una parte de sí, su parte femenina. Y ya la alquimia nos habla de la necesidad de unir ambas potencias para alcanzar el grado de lo divino. Pancho no puede conocerse a sí mismo, específicamente esa parte femenina de su alma y, por eso más que por otra razón, no pudo nunca ascender al nivel de don Alejo, que es el patriarca, el señor del infierno.
Las decisiones de este personaje que constituye la única autoridad irrebatible, afectan a todos en el pueblo y, al estar viejo y cansado, a punto de morir, sin herederos, le corresponde terminar todos los asuntos pendientes, atar todos los cabos, asegurarse de que todos se vayan del pueblo, incluso las prostitutas y La Manuela, a quienes piensa ofrecerles buen dinero por su casa. Está clausurando el infierno, ese infierno, finiquitando su obra fallida.
Pero la cinta no termina con el castigo de Pancho y de Octavio, sino con la trasgresión. Es la primera parte de una tragedia. No hay castigo y por tanto tampoco catarsis. Y, dado que el Pueblo está por desaparecer, queda la posibilidad de que Pancho y Octavio no sufran castigo alguno, que adonde vayan lleven consigo la catástrofe. También, cabe la posibilidad de que al final nadie sea salvado, porque a fin de cuentas El Olivo es una fracción del infierno, porque el infierno no tiene límites y así, adondequiera que el resto de los personajes haya ido, encuentre siempre otro infierno.
Esteban Govea (1988) es poeta, narrador y guionista nacido en Guanajuato y radicado en la Ciudad de México desde 2006. Es licenciado y maestro en filosofía por la UNAM, con especialidad en estética. Estudió guion de cine en el CCC. Es autor de Sexto sol, La música cósmica y La poética robot, todos ellos disponibles en Amazon.