En 2011 aprendí que las sombras son un refugio, pero, también, un lugar en donde habita un espejo que nos confronta. Aquel año escribía bastante sobre el minotauro, un ser que relacionaba con uno de mis peores temores en ese momento: aceptar que era homosexual.
La aparición del minotauro comenzó tras uno de los episodios más impactantes de mi vida. Estábamos en la víspera del cumpleaños de mi papá, y un amigo suyo, que él había conocido durante una estancia de trabajo en Acapulco, vendría para pasar unos días en nuestra ciudad y en nuestra casa.
Esa persona era militar como mi papá, sólo que de un grado más bajo y que, por tanto, se dedicaba a servir a los que estaban por encima de él. Mi papá hablaba mucho de su amigo debido a que era masajista. Solía contarnos que tenía gran talento para eso.
Cuando llegó a nuestra casa, mi mamá le comentó que si podía hacerme un masaje. Yo siempre he sido una persona aprehensiva y estresada, y desde hacía tiempo le había dicho que quería ir a un spa o algún lugar donde pudiera recibir un masaje.
La oportunidad era perfecta. Teníamos un buen masajista en casa, y acepté. Durante la sesión hubo varias cosas que me extrañaron: la insistencia del sujeto porque me desnudara por completo, la forma en que se concentró en masajear mis nalgas y espalda baja, y su conversación que siempre terminaba en algún aspecto sexual.
La insinuación era muy directa y yo aún era una persona temerosa y reprimida. En mi mente sólo había lugar para tachar al sujeto como un pervertido y para hacerme sentir como una víctima de acoso sexual.
Sin embargo, al mismo tiempo, había algo que me intrigaba; incluso un sentimiento de culpa debido a que yo había aceptado hacer todo lo que él me decía mientras me masajeaba.
Tras esa situación -aunque aún falta el punto más álgido de ese episodio en mi vida- fue la primera noche en que pensé en el minotauro, en ese hombre-bestia que se paraba en una de las esquinas de mi habitación, y que se masturbaba mientras me veía dormir.
Podía imaginar sus bufidos que aceleraban hasta que eyaculaba. Me aterraba, pero, al mismo tiempo, como con el masajista, había algo en él que me atraía y que, también, me hacía despertar un sentimiento de culpa debido a que siempre terminaba erecto después de imaginarlo.
Días después estuve con el amigo de mi papá a solas. Me dijo que si quiera aprender a masajear y se quedó en ropa interior para enseñarme. Mientras lo recorría, sentía como volvía la combinación de sentimientos que el minotauro provocaba en mí. Podía sentir que se acercaba. Podía escucharlo resoplando en mi oreja.
Hubo un momento en que el sujeto se levantó y apagó la luz. Pude escuchar que se quitó la ropa interior y percibir que se acostó boca arriba. Mis manos comenzaron a bajar, a buscar zonas que mi mente ansiaba. Sin embargo, me empeñaba en no hacerlo. Me esforzaba por callar los bufidos de la bestia a mis espaldas.
El hombre tomó mi mano y la llevó a su pene. Pude sentir su erección y cómo me incitaba a masturbarlo. El minotauro jadeaba más y más. Se regocijaba por lo que estaba ocurriendo. Yo no pude seguir, tomé aire y le dije al amigo de mi padre que era mejor que me fuera.
Temí, cuando casi estaba por salir, que fuera a tomarme y forzarme a seguir. Pero no ocurrió, salí rápidamente con el minotauro enfurecido detrás de mí. Subí a mi cuarto, yo estaba lleno de temor. No sabía qué hacer.
En mi mente tenía que convencerme de que ese hombre había querido abusar de mí, y a no fortalecer la idea de que esa situación era en gran parte una proyección de mis propios deseos.
Fui al cuarto de mi mamá, la desperté y le conté la verdad. Ella llamó a mi papá a su trabajo, él estaba en guardia nocturna en el hospital. En el momento en que charlaban sólo podía estar fijo en la respiración de mi mamá y en las reacciones que tenía durante los momentos de silencio en que ella escuchaba fijamente a mi padre.
Me sentía avergonzado y confundido. Mi mente seguía empeñada en convencerme de que todo había sido un intento de abuso. Volví a reparar en el minotauro, en sus ojos de juicio que confundían más mis pensamientos. La sensación era tan densa que tuve que vomitar. Me convencía de sentir asco hacia mis ansias de haber querido estar con otro hombre.
Mi mamá bajó. La seguí. Despertó al sujeto y le dio el teléfono después de decirle que mi papá quería hablar con él. Rápidamente fui hacia al otro teléfono y escuché toda la conversación entre ellos. Mi papá reclamaba. Enfatizó en que su amigo había querido abusar de mí.
Quise hacer sus palabras mías, quise arrojar la verdad y camuflarla, como hacía mi padre, bajo el supuesto atentado de ese hombre en mi contra. Quise ignorar al minotauro, usar los reclamos de mi papá como si fueran los míos y alejar a la bestia que era más honesta que yo.
Mi papá corrió a su amigo de la casa. Le exigió que se fuera y él lo hizo sin tardanza. Seguí al hombre en la oscuridad. Quería cerciorarme de que se fuera verdaderamente.
Mientras lo seguía aún tenía el teléfono conmigo. Mis padres comenzaron a hablar. Charlaban sobre mi conducta, sobre una verdad incómoda que debían callar de alguna forma. Sus palabras era un cuchillo para mí. Otro eco que hacía más fuerte los resoplidos del minotauro que me veía fijamente.
Cuando vi al hombre irse, pensé que todo había terminado. Pero no podía dormir. Sólo podía escuchar a la bestia masturbándose. Sólo podía sentir la erección culposa entre mis piernas. Sólo podía escuchar a lo lejos el murmullo de mi madre al teléfono. Sólo podía quedarme atado a las sábanas con la esperanza de que, bajo ellas, encontrara alguna respuesta.
Al día siguiente celebramos el cumpleaños de mi papá. Todo era extraño. Mis padres sonreían por ver a mis familiares. No podía entender cómo lograban evadir sus verdaderos sentimientos.
Yo no podía librarme de mi sentir. Volví a mi cuarto. Volví a las sábanas. Volví al minotauro y a sus ojos llenos de deseo. Abajo, mi familia cantaba, se reían. Eran, en su mayoría, ignorantes de mi batalla en las sombras. Quería ser como mis padres. Quería evadir. Quería ponerme una máscara de olvido y desterrar los bufidos y el llanto.
Los días siguientes fueron iguales. El minotauro no se iba y yo no encontraba calma. Prendía la computadora en un intento de lidiar con el insomnio. Pero siempre terminaba en sitios de pornografía gay. No podía evitar buscarlos. Quería convencerme de que ese hombre me había marcado. Que había infectado mi mente y que eso me estaba destruyendo.
El minotauro seguía ahí. Me veía entre jadeos y miradas fijas. Un día me acerqué a él. Lo miré directo a los ojos y me encontré en el fondo de ellos. Mi rostro era el rostro de la bestia. Teníamos la misma herida. El mismo silencio en las pupilas.
Finalmente entendí el motivo de su presencia en mi habitación. Comprendí por qué me observaba entre las sombras. Al verlo, concluí que no podía seguir buscando culpables. Que no podía sólo convencerme de que había sido una víctima indefensa y que eso me afectaría de por vida.
La realidad punzaba dentro de mí, era un eco en los resoplidos de la bestia ante mis ojos. El minotauro era yo. Una extensión de mis verdaderos deseos que me exigía dejar las mentiras y auto engaños.
La bestia que llevamos dentro es a veces un espejo. Un grito que busca dejar respirar a nuestra verdadera esencia.
Yo no había sido víctima de un intento de abuso. Más bien había sido un joven que deseaba darle rienda suelta a sus deseos, pero que se aferraba en un intento desesperado por suprimirlos.
El minotauro ahora era parte de mí. Ya no le temía. En las sombras había encontrado un primer paso hacia la vida.