El riego corporal, o De los beneficios de bañarse Isaac Muñoz Peralta

Este texto fue parte de #TodoSuma

Uno de estos días en que tuve a bien bañarme recordé, por casualidad, las palabras que un sargento nos dirigió, convencido de ellas, a los tristes ciudadanos soldados del Servicio Militar: “báñense con agua fría, muchachos, siempre con agua fría, que trae puras cosas buenas. El agua caliente es pa pendejos”. Yo, que ya tenía la mano sobre la llave del agua caliente, la retiré para tomar mi celular, entrar a Google y buscar “beneficios de bañarse con agua fría”.

Encontré suficientes páginas defensoras de la frialdad de la ducha como para convencerme de que preparar un tambo con hielos y meterme en él durante las horas más frías de la madrugada, a la intemperie, me garantizaría hasta la inmunidad contra la COVID. Pero lo que más llamó mi atención no fue eso, sino que los propios artículos que defendían los baños helados tenían anuncios que redirigían a otros, dentro de la misma página, que defendían justo lo contrario: las duchas calientes.

Me enfrenté entonces a una disyuntiva que no había yo considerado hasta entonces en la vida: ¿cuál temperatura debía elegir para mi próximo baño? A esas alturas ya se me había hecho media hora tarde, así que abrí la llave y me lavé con los primeros chorros que salieron de la regadera, a la temperatura que fuera. Pero, eso sí, durante todo ese día estuve dándole vueltas al asunto.

Una mezcla de ambición y curiosidad pseudocientífica me hizo llegar a la pregunta de investigación más sensata que pude formular: ¿y qué pasaría si comienzo a bañarme con agua caliente y, a la mitad del asunto, la cierro y abro únicamente la fría? La parte curiosa de mi mente se preguntaba si sería posible que de esta manera se obtuvieran los beneficios de ambas temperaturas mientras que la parte ambiciosa asumía que sí y se regodeaba con la posibilidad de obtenerlos de un solo regaderazo. Una gripe de dos días fue la confirmación de que el experimento fue un fracaso.

La enfermedad refrenó por un par de días mis indagaciones, pero, en cuanto me vi recuperado, volvieron a la carga. Quizá sería bueno consultar el asunto con alguien más, pensé, con personas que acostumbren a bañarse o con agua fría o con agua caliente. Quizá así sería más sencillo comprobar los supuestos beneficios de cada temperatura. Y lo hice. Durante más o menos una semana, todos mis conocidos se sorprendieron al verme y escuchar de mí, antes que un hola, la pregunta: ¿tú te bañas con agua fría o con agua caliente? Pero los resultados no estuvieron ni cerca de lo que esperaba; y no porque nadie quisiera responder, sino porque, al parecer, la temperatura a la que cada uno se baña puede llegar a convertirse en un asunto sagrado para muchos, sobre todo para aquellos que han leído artículos en internet que defienden justamente lo que ellos hacen.

Para que quede claro, los beneficios que pueden obtenerse de una buena ducha van desde una mejora sustancial de la circulación hasta convertirse en un auxilio para aquéllos que no pueden conciliar un buen sueño, pasando por mejoras magníficas en la piel y un espectacular alivio contra el estrés. Esto según, claro está, los artículos de internet. Y mis encuestados concordaron con ello en todo momento. La pregunta natural aquí es, entonces, ¿a cuál ducha corresponden estos beneficios? Pues resulta que a ambas. Según parece, tanto el baño caliente como el baño frío traen consigo básicamente los mismos beneficios, y el internet y mis encuestados lo confirmaron.

Me pareció entonces necesario contrastar opiniones: decidí orientar ciertas circunstancias con el objetivo de propiciar encuentros entre personas que yo sabía que se bañaban a temperaturas distintas. Mi objetivo era conseguir que, así como quien no quiere la cosa, la conversación se volcara hacia la casual plática de las duchas.

Los resultados hablan por sí mismos. La mayoría de las pláticas puede resumirse como sigue:

—Pero ¿cómo puedes bañarte con agua fría/caliente? —pregunta alguien primero, da igual quién.

—Más bien, ¿cómo puedes tú bañarte con agua fría/caliente? —contesta indignada la contraparte.

—Pues, ¿qué no has leído sobre los beneficios de los baños fríos/calientes?

—Claro que he leído, quien parece no haber leído eres tú.

—Pues yo sólo te digo que, desde que me baño con agua fría/caliente, he notado un montón de mejorías en mi cuerpo.

—Y yo digo lo mismo, los baños fríos/calientes han cambiado mi vida.

—No te creo, seguro que lo estás diciendo por no quedar mal y seguir defendiendo lo indefendible.

—Pues yo no te creo a ti y a tus baños fríos/calientes.

—No me creas a mí, créele a mi cara, mira mi piel. Y deja tú de eso, no sabes cómo me siento, con menos estrés, duermo mejor. Todo gracias a los baños fríos/calientes.

Y la discusión puede seguir y seguir, con cada una de las facciones llevando con orgullo su bandera: #duchacaliente o #duchafria. Elige tu bando, que será entonces el correcto, y asume que el bando contrario está mal. Porque claro, es necesario que yo asuma que la experiencia que vivo es extensible al resto de los seres humanos del planeta. Si a mí me sirve tal ducha, esa es la que de VERDAD sirve, no importa lo que me diga otra persona que ha vivido una experiencia distinta a la mía. Seguramente ella es la que está mal.

Es por todo esto, yo abogo por una tercera opción, que quizá nos evite tanto problema: #quenadiesebañe.

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