Todo es tan frío y tan duro. Mi espalda desnuda sobre la pared de azulejo y mis piernas extendidas en el piso del mismo material. Las lágrimas ruedan en mi cuerpo semidesnudo, temblando solo en pantis.
Él toca la puerta del baño y me pregunta si estoy bien, trato de calmarme pensando que él no es el del problema, soy yo quien no tiene remedio. Tengo una especie de maldición marcada en la frente.
Al abrir un poco la puerta, solo asomando mi mirada, me encuentro con su rostro preocupado (tal vez hasta se le bajó la peda del espanto) y me pregunta otra vez si estoy bien. Le miento que me siento mal, que acabo de vomitar y que siento el Torres 10 correr por mis venas; lo único que es verdad es que quiero irme a casa. Cuando cierro la puerta del baño, lo escucho vestirse en el cuarto, tomar sus llaves, su celular y su cartera; abrir la puerta de la habitación, escucho el eco de la fiesta y la puerta cerrarse.
Estoy sola y me visto rápido en la habitación, con un pañuelo desechable me limpio el rímel corrido en mis ojeras, con polvo cubro la rojez que mi rostro genera después de llorar. Pienso en que es una lástima, debí de predecir este asqueroso final desde que estábamos bailando Los Ángeles Azules, pero en realidad sentía un mortal deseo por comerme sus hombros lentamente como crema pastelera. No importa cuánto beba, no importa si sus huesos están hechos de azúcar, aquellos recuerdos siempre vuelven a mí en efecto tsunami en el momento en el que siento un par de pulgares entre mis caderas y mis pantis empujando hacia abajo. Todo vuelve a mí.
Salgo de la fiesta y tomo mi Uber, tal vez solo el chico preocupado sabe que ya me fui de la casa. Cuando el auto arranca siento mi celular vibrar en el bolsillo de mi chamarra, es un mensaje de él que dice: “Te note rara, ¿segura que estas bien?” Aprieto el botón de bloqueado en mi teléfono, justo cuando estoy a punto de regresarlo al bolsillo, vibra otro mensaje, pero este dice: “Perdón”. Me quedo viéndolo por un buen rato, como si leyera una palabra en otro idioma. Guardo el celular, me comprimo aunque no haga tanto frío y miro por la ventana del auto todas las lucecitas citadinas parpadear. Aquellos recuerdos siempre vuelven a mí en efecto tsunami. Todo vuelve a mí.
Cuando tenía 10 años, pensaba que todos seguiríamos el mismo camino por un sendero seguro. Nos haríamos más altos, no llenaríamos de pelo y bultos, nosotras sangraríamos, ellos tendrían barba, tendría “el coito” (como lo llamaban en los libros de biología en la primaria) con mi esposo y cargaríamos bebés. Creía saberlo todo, o mejor dicho, era todo lo que me interesaba saber, pues aquello apenas si despertaba una vana curiosidad en mí. Las niñas de mi salón murmuraban: “Mi hermana mayor usa pañales cuando le viene la regla”, “Mi abuela dice que usar condón es pecado”, “Yo vi a Sofía viendo la página 86 del libro de Ciencias Naturales, ahí hay un hombre desnudo”, “Susana ya tiene pelo en las piernas, por eso solo usa pants”…
Solo existían tres cosas que me preocupaban: que nadie se acabara las galletas de la alacena, no perderme la película que Disney Channel transmitía en las noches y jugar con ella cada semana. Con ella no existían las conversaciones sobre pañales, hombres desnudos, pecados o pelos en las piernas. De hecho, las únicas charlas sobre el futuro trataban de que ella hablaría inglés, yo sería una escritora de cuentos de hadas y estaríamos juntas por siempre, como las mejores amigas deben de estarlo. Para nosotras existían temas más importantes como servir el té invisible en tacitas de plástico, combinar la ropa de las Polly Pocket, dormir a los bebés Nenuco o disfrazarnos como hadas y princesas.
Siempre jugábamos en mi casa. La primera vez que ella entró a mi cuarto, me dijo sorprendida: “!Wow eres una niña millonaria!”. Pensé que bromeaba, pues mis papás no me podían comprar la revista Cartoon Network cada mes, cuando le pregunté por qué decía eso me contestó: “Porque tienes tu propia cama, televisión, un ropero y juguetes para ti solita”.
El último recuerdo que tengo de ella es de un día en el que le regalé una Barbie hada, con el pelo azul y las alas con diamantina tornasol, ella me lo agradeció mucho y solo recuerdo que me dijo: “Cuando sea grande y tenga dinero te compraré el juego de té de Campanita que los Reyes Magos no te trajeron.”
Ella no solo nunca volvió a mi casa, no la volví a ver en ningún lado. Un día llegó su mamá a mi casa, lloraba desconsoladamente, en las olas de mis memorias más dolorosas está su voz gritando: “Él no tuvo piedad, él no tuvo piedad”. No fue ese día, sino semanas más tarde, que supe que mientras ella se preparaba para bañarse, la violó su padre. No bastó con destruirle la vida, destruyó su útero, literalmente. Fue un acto horrible de guerra, tuvo que huir con su madre. En mis pesadillas de 10 años, con el sonido de la regadera abierta de fondo, estaban las manos enormes de un adulto de 30 años bajando con los pulgares sus pantis blancas con un pequeño moño rosa.
Los adultos me consolaban diciendo que los policías lo atraparían y que cuando él muriese ardería en las llamas del infierno por toda la eternidad.
Pasaron los meses, ya nadie hablaba del asunto y aunque por ratos me sentía triste, había encontrado la calma nadando tres veces por semana, curiosamente en el mismo líquido donde ella había perdido ese sentimiento.
En cierto día feriado, mi mamá me dijo: “Acompáñame con el señor de las flores”. El lugar estaba lleno de gente y cuando llegó nuestro turno cerré los ojos y solté la mano de mi mamá para taparme los oídos, tenía una instintiva esperanza de desaparecer, de dejar de sentir. Algo se rompió cuando vi que el señor de las flores no fue atrapado por los policías y en lugar de arder en las llamas del infierno estaba detrás de las hermosas flores. Los adultos actuaban con tanta normalidad que parecía tratarse de otra persona, pero yo sabía que era el mismo, incluso abrí un poco los ojos para comprobarlo y lo vi deshojando rosas violentamente. No pude evitar volver a cerrarlos, mi mente gritaba:
! Suéltelas, suéltelas!
! Suelte las flores!
Desde ese día cerré mi vagina con tabiques de acero, la vana curiosidad se transformó en un miedo que arde en mi pecho, desde ese día mi cuerpo supo que no existe acto más violento que la penetración.
! Suéltelas, suéltelas!
! Suelte a ella!
Me salí del sendero seguro, sé que no pertenezco a este mundo y a sus pasos.
!Suéltelas, suéltelas!
! Suélteme!
!Suéltelas, suéltelas!
Porque este no es un hechizo que se rompe con el beso de un príncipe azul. Este mundo no es como los cuentos de Roald Dahl, donde los adultos malos reciben su merecido, aquí los adultos malos venden flores y las niñas viven petrificadas, con los corazones y úteros rotos.
Diez años más tarde, en el asiento trasero del Uber, saco otra vez el celular del bolsillo, bloqueo de todo medio al chico preocupado y borro su número. Aquellos recuerdos siempre vuelven a mí en efecto tsunami. Todo vuelve a mí.
!Suéltelas, suéltelas!