Estoy aquí en el recuerdo, en nuestros sueños que se han transformado en vívidas metáforas de lo que fuimos, esa saludable felicidad vertida en chopos y luces multicolores, esa suavidad bajo un múltiple deseo de estar siempre a tu lado. Somos el recuerdo, aquél de hombres inocentes que se amaron hasta que el propio tiempo se secó entre las dumas y los riachuelos cubiertos por la espesa humareda de nuestras virtudes desnudas. Somos la inocencia que suena a un ligero y constante murmullo de máquinas, la vieja canción que solía escuchar cuando hacía el pan en el local de mi tío. Chllido de máquinas, ronquidos de monedas al caer sobre el mostrador y esas viejas caras conocidas que siempre nos olvidan cuando salen del local. Ahora, sí, nosotros somos viejas caras, nos hemos olvidados y el mayor reto de nuestras vidas fue, en efecto, aprender a ser una bestia enmarcada en la inocencia de estos páramos. Nuestro reto, sí, olvidar que alguna vez compartimos sueños y alguna vez fuimos la metáfora de felicidad para otras personas. En verdad, no somos sino el pesado pretérito que parece volver pero nunca ocurre: nosotros volvemos a él y el recuerdo de esas máquinas me vuelve loco, sí, como aquella vez que corrimos sobre el cerro y por poco caemos por una ladera, pero logramos aferrarnos de unas piedras y logramos contar entre risas esa anécdota que pudo ser fatal.
Ahora, frente a la ciudad bajo mis pies que suena y vive en una constante batalla para mantener el flujo, me siento como si el sol y las lágrimas fueran sólo una larga plegaria a Dios, sí, aquél espíritu que siempre me hace sentir amado, protegido y, más que nada, escuchado. Su sombra fue la nuestra y siempre pisamos con la seguridad de un marchista que se comprometió para ganar una medalla olímpica. Sí. Muchos han creído que nos ha abandonado pero nosotros lo hemos hecho, sí, lo abandonamos y también a nosotros mismos. Ahora, pues, la ciudad se desmonta en una constante marea de falsedades. Huele a muerte, hiede a una herida que ha contaminado nuestra inocencia y ahora nos queda un recuerdo de lo que fuimos, sí, como nosotros, de ese amor que nos prometimos en este mismo lugar, sobre una ciudad que aún no olía a miseria y a hecatombe. Me siento maldito y mi sangre apesta a muerte, ni siquiera las viejas amistades logran sacarme aquel metal que la pudre y me mata con la lentitud de una fiera longeva.
Ahora ni siquiera siento el placer de tener mis testículos llenos de semen, aquel líquido con que saciabas tu lujuria, la cual me resultaba placentera. No siento placer verlos, ni siquiera porque la redondez y su prominencia me enorgullecían. Esto suena, más bien, este extraño olvidar me suena a que todo lo que fuimos es una constante guerra contra mí. ¿Sabes porqué terminamos de una manera tan abrupta e incierta? Mi mayor reto fue reconocer que lo que hacía, incluso aquello merecedor de tus abrazos y tus caricias, me hacían sentir una repulsión —no hablamos de acciones de las cuales me arrepiento y busco más bien entender su existencia, evidenciando así una notable línea entre un arrepentimiento natural y uno fingido; por supuesto, nunca finjo, no se me da muy bien eso. Me doy asco, aquellos sueños y castillos de arenas me producían un profundo malestar, como si hubiera un bloque a mi propio flujo que no me permitía nadar como tiburón: ¿recuerdas el poema que escribí sobre la torre del vigía? Aquella en donde dos sujetos observaban a toda una ciudad con mucho detalle para darle solución a sus problemas. Tú lo interpretaste como la eterna necesidad de ser guiados por esos parajes con distintos encuentros. En realidad, describía la asfixia que sentí con las múltiples mentiras a tus padres, quienes no te aceptaban y me acusaban de ser un depravado, a grado de alejarte de aquel niño a quien solías cuidar. Ese poema describía la práctica de tus padres por querer controlar cada uno de tus movimientos y mi necesidad de agradarles. No obstante, terminé cansándome y encontrar breves descansos en brazos de oros hombres. Por supuesto, ellos no me hacían feliz, era sólo sexo, pero me daban espacios de una tranquilidad necesaria para poder continuar con esta repulsiva doctrina del escondite.
Era la asfixia lo que terminó destruyendo ese amor y ahora sólo queda el recuerdo de lo que éramos, como si todos estos años fueran una múltiple cascada de ciénegas sobre nuestros cuerpos marchitos. No te culpo de esta asfixia, más bien el único culpable soy yo, pues permití que estas mentiras, entablas para protegerte, también me fueron privando de esas pequeñas muestras de felicidad, como lanzas sobre un cuerpo sangrante, como un San Sebastián muriendo bajo las lanzas de impíos. Estoy sangrando, lo que me importa es detenerse esta hemorragia y, años después de haber terminado, sigue sin importarte cómo estoy, pues siempre te preocupó lo que otros decían y procuraste más a ellos que lo nuestro. Te fui infiel, sí, me arrepiento no por el hecho de haber causado un malestar contra la nuestro, sino que significó mi derrumbe espiritual y cada herida me las infringí. Primero, aceptándote como pareja y después negando que todo marchaba de lo lindo. Ahora sangro y el único que puede detenerlo soy yo, pero lo que expulso es sangre mala, podrida y llena de veneno que me ha marchitado desde dentro.
Nuestros años fueron los mejores para ti porque absorbiste tanto que me dejaste vacío, como si fueras un simple vampiro que roba la energía. Me arrepiento no de haberte conocido, sino me arrepiento de haber permitido tantas heridas en mi espíritu, tantas lágrimas e insultos. Ahora que te miro, pavoneándote frente a una sarta de estúpidos, creyéndote que eres el artista del momento y sólo eres un simple espejo que fui moldeando. Yo te formé, admítelo, te formé porque años atrás no eras más que un simple muchacho sin aspiraciones y compartí mi mundo contigo, al grado de ser incluso denostado por quienes en su momento me tuvieron gran aprecio. Sin embargo, me lo gané, con toda y esa seca ingenuidad que me ha caracterizado. Ahora, pues, el recuerdo es sólo una mala racha y, a pesar de estar sangrando, me encuentro caminando despacio, mirando los nuevos caminos que se me presentan.
Hace poco murió una nueva oportunidad de amar, era agradable volver sentirse querido y volver a escuchar palabras tan sencillas como “buenos días” y “ahora cuál es tu plan”. Esa oportunidad murió no porque lo haya arruinado, siempre he sido malo para entablar relaciones, sino porque ese hombre tuvo una mala racha y se suicidó. Aún lo extraño, a pesar de llevar poco tiempo de conocernos. Lo extraño porque me hizo volver sentirme humano. No una simple representación de lo que tú odias o de lo repulsivo que me puedas ver. Sí, me siento asqueado y no es a causa tuya, más bien porque yo sólo me metí en este laberinto y me mentí que todo estaba bien. Incluso, llegué a mentirle a la persona que ocupó un breve espacio en mi vida. Le mentí diciéndole que le amaba cuando en realidad no era así. A diferencia del muchacho que se suicidó, no le amaba.
Sin embargo, ¿cómo amar a alguien a quien apenas conoces? No se trata de que me entregue tan fácil, sino más bien se puede amar a una persona por su esencia y el amor nace en el momento menos esperado. Es lo que me diferencia de muchas personas: a pesar del dolor, soy capaz de amar a una persona, sin importar que seamos o no pareja. Aunque esté mal ilustrado, bien puedes recordar cómo trato a mis perros, con tanta devoción y respeto. Lo más triste de estar solo y confrontando estos recuerdos es que jamás sabrás estas verdades, este sentimiento que fluye en mi ser y me recuerda que estoy vivo. Todo esto que te entrego no es más que un recuerdo, uno triste que nos cegó mediante espejos.