Recuerdo perfectamente la primera vez que lo vi porque la memoria, mi memoria en particular, se compone de recuerdos y olores.
Si me preguntaran cuál era su olor, sería fácil decirlo: sal, madera, grafito y tinta; tabaco de vez en cuando y risa, porque la risa también tiene olor; huele a goma de mascar, a chocolate, a café y a todos esos momentos en los que sin más, su risa estallaba.
Era una noche húmeda con la luz de los faros sobre las casas amontonadas, cuando con total familiaridad, decidió pararse junto a mí y pedirme un cigarro.
Yo, que llevaba toda una vida de tragedia a la espalda, no pude hacer más que girar con precaución y tenderle la cajetilla negra. Ahora que lo pienso, bastante tiempo después, me pregunto qué habría ocurrido de haber hecho caso a mi cuerpo que me decía que tenía frío o a los gritos de mi amiga que pedía regresara adentro. Como puede inferirse, no lo hice. Al contrario, encendí el segundo cigarro de la noche esperando así calmar el castañeo de mis dientes, y guardar cada detalle del rostro de la persona que estaba a mi lado.
No habían pasado ni cinco minutos desde que se había posado junto a mí, cuando decidí que debía de aprender cada una de las características que sobresalían de su cuerpo: el lunar en la clavícula que se asomaba a través de la playera, el lunar en la oreja derecha y la cicatriz en el labio inferior.
¿Por qué decidí eso?
Desde el momento en que respiré su aroma que violentamente llegaba hasta mis fosas nasales, supe que sería difícil separarnos por voluntad propia, así que previsoramente aprendí cada constelación que existía en su piel por si acaso alguna vez tenía que reconocer su cuerpo tendido y frío en la plancha de algún hospital, o en la escena de un crimen.
Tenía poco más de veinte años cuando lo conocí. Ambos compartíamos ese sinsabor que a veces tiene la vida, aunque yo, como si en algún momento hubiera sido una muñeca de porcelana, maltratada por el ir y venir, y rota debido a un aborto años atrás, decidí que era buena idea que él, con sus sentimientos a veces marchitos a veces floreciendo, intentara repararme.
Me pregunto si en ese momento me habría detenido y dado marcha atrás, si alguien me hubiera advertido que ese último cigarro que le ofrecí, iba a ser el más caro de mi vida.