Existió un hombre de Samaria llamado Abdul Shair. De recién nacido su padre lo llevó en brazos hasta un balcón para mostrarlo desnudo a las miradas de la muchedumbre y no hubo quien contuviera una exclamación de sorpresa. El pene de ese niño era enorme, del tamaño de un adulto. Los sabios le profetizaron bonanza: sería dichoso él y dichosas sus mujeres. Con herramienta semejante ningún secreto se mantendría oculto ante su presencia.
A la semana siguiente de su nacimiento a Shair lo hicieron dueño de un hatillo de niñas. Sus futuras esposas. Las madres de esas bebitas sabían que un hombre con tanta carne poco apego tiene a un solo lecho, pero también imaginaron los pasajes de gozo a los que destinaban a sus hijas. Por el alto número de niñas presentadas ante Abdul, los sacerdotes propusieron enclaustrarlas, en vías de proteger el ramillete de virginidades.
Al cumplir los nueve años Shair asistió a la escuela del anciano Maimónides, quien enseñaba, además, a otra veintena de niños. Allí, Abdul aprendió infinidad de cosas, aunque ninguna relacionada con los textos sagrados, mucho menos con las divinas matemáticas o los alcances de la poesía. En cambio, el mundo terrenal fue desgranado paulatinamente por la curiosidad infantil; todo era nuevo: oler, tocar, nombrar, enjambre de emociones zumbando al unísono. Sus comparsas, aun en esas tiernas edades, reconocieron algo distinto en él desde la primera vez que Maimónides los llevó a bañarse en las templadas corrientes del Jordán. Mientras sus apéndices infantiles se engarruñaban con el frío del crepúsculo, aquella berenjena de carne vacilaba rebosante entre los muslos de su celebrado propietario.
Los años pueriles se sucedieron en aquella escuela. El niño trocó en mancebo y con la juventud germinó el escozor de las fiebres lascivas. Junto con los demás pubertos practicó sus primeros ensayos manuales. Cerca de los potreros de la escuela, los malandrines escolapios organizaban justas de “tiro a la distancia”. Pronto se convirtieron en demostraciones unilaterales, toda vez que tocaba el turno a Abdul Shair de medir sus potencias. Cierto orgullo, del tipo al que Maimónides llamaba pecaminoso, invadió a Abdul en el momento que sus cómplices de maniobras se quedaron, respectivamente, con el puño detenido al mirarle estrechar el garrote bárbaro. Algunos de los que estaban frente a él, viéndose amenazados por ese cíclope cabezón, se hicieron a un lado un tanto en son de broma, otro por la inquietud de no saber los alcances de aquello. En el futuro, ese menester propio de la soledad y las manos habilidosas aliviaría al pobre Abdul cuando transitó por episodios de aguda tristeza.
Las épocas de aprendizaje terminaron. La perilla les nació a él y a los otros estudiantes. Alguno se quedó a ensanchar los negocios paternos, otro peregrinó a tierras lejanas para instruirse en diversas artes y no pocos se enrolaron en el ejército y a esos jamás les volvieron a ver. Shair supuso el inicio de una vida singular, lejos de las normalidades de su siglo —anormal de por sí—. Él hubiera preferido embarcarse con los marinos fenicios o aprender en África los versos de los griegos; tales deseos fallecieron en su pecho, debía encargarse de sus mujeres. A cada una de ellas les fue dicho el motivo de su encierro y supieron de Abdul Shair, más del afamado miembro. Las primeras ofrendas esperaban ser consumidas y presumían, orgullosas, sus virginidades, apegándose al precepto que dice “las doncellas consagradas desde la infancia serán bocado de reyes. Las vírgenes regulares son la carne del pueblo y se desposarán con individuos honestos, de labor. Aquella perdida que sea usada antes de cualquier unión bendita, terminará de prostituta o casándose con un hombre sumido”.[1]
Por fin llegó el día esperado. Esa mañana a Abdul lo bañaron a la salida del sol. Su madre lo perfumó con sándalo y azafrán. La piel quedó en sumo candor. Le temblaban los labios, sus ojos aturdidos se perdían en un punto lejano. Cierto rumor se escuchó en varias cuadras a la redonda. Alguien lo vio asomarse a la ventana. Un barullo anticipó el escándalo de su presencia…
…Niños, mujeres, ancianos de prosapia, hombres de trabajo, también los vagos siguieron a Abdul las diez calzadas que separaban su hogar del claustro. El padre de Shair llamó a la puerta con decisión. Se asomó una de las guardianas quien bajó a abrirles. Antes de entrar, Abdul miró a sus compatriotas: los hombres le contemplaban con esperanza, como a un héroe, un ídolo; las mujeres lo imaginaron sin temor a condenarse; su padre le acarició la nuca con sus gruesos dedos de carpintero y le dio un beso en la frente. En ese momento, Shair se perdió en las penumbras del edificio. Su público esperó afuera con la incertidumbre de saber cuándo saldría: acaso una semana o un mes o un año, ¿en cuánto tiempo, filosofaban los avezados, se podría desflorar a cien mujeres?…
…media hora después, salió trastabillando Abdul Shair, desnudo, apretándose con dolor el palo enrojecido. Una silbatina provino de la muchedumbre. De seguro el muchacho era impotente, afirmaron unos; o invertido, adujeron otros, o las dos cosas, corrigió Maimónides, quien por supuesto se contaba entre los presentes y les recordó que el caracol igual es hermafrodita. Algunos varones, se acercaron al padre de Shair para hablarle al oído. Se notaban nerviosos, cuchicheándose, planeando. Asintieron con la cabeza y acorralaron a Abdul. Alguien lo atrapó de los brazos, otro más de las piernas y así la comitiva lo condujo de nueva cuenta al claustro.
Las benditas matronas, en un arranque de “genialidad”, habían acondicionado el quinto piso del inmueble —el más cercano a Dios— como recámara nupcial. Hasta allí llegaron, resoplando de cansancio, los hombres y Abdul. La comitiva irrumpió en una habitación ocupada por llorosas vírgenes quienes se acomodaban alrededor de una de ellas que se retorcía en el piso, doliéndose profundamente; sus quejidos hollaban los espíritus de sus hermanas; reconoció a Abdul y levantándose, aún desnuda, quiso arrojarse por la ventana. La detuvieron sus compañeritas, al mismo tiempo que las matronas echaban del cuarto a los varones. Ellos ni objetaron, ni se defendieron, por hallarse igual de confusos. Una de las mujeres los alcanzó en el pasillo. Con la mirada reprobó la presencia de Shair. Les explicó que las guardianas habían decidido convertir el lugar en un convento de doncellas. El padre de Abdul, ofendido, quiso objetarle. La matrona no se dejó interrumpir: las novicias, advirtió, estaban de acuerdo, pues tras presenciar en su compañera el futuro que les deparaba seguir fieles a ese hombre, demostraron una entusiasta convicción por mantenerse célibes. Aunque quisieran consumar la unión, adujo, resultaría infructuoso. Ese enorme pene, orgullo de todos, era el impedimento.
Al parecer, en un principio el encuentro pareció suceder como era debido. Abdul se despojó de sus ropas y las muchachas contemplaron ese fruto, más grande y frondoso de lo que en sus sueños pudieron recrear. Alguna atrevida se acercó a acariciarlo; a sus inexpertos dedos los auxiliaron las arrugadas manos de las matronas. Desnudaron a la doncella frente a Abdul y él por vez primera vislumbró un pecho inflamado, un trémulo vientre, los labios que se guardan apretados entre los muslos. Sintió la sudorosa palma femenina que no se daba abasto para abarcar un solo testículo. Enardecido, tumbó a la virgen, encontró el camino, empuñó la carne, apuntó y… un grito atrajo a las matronas. Sorprendieron a Abdul empecinado en meter su armatoste: ni siquiera la mitad de la cabeza alcanzaba a sumirse. Se le echaron encima al escuchar cómo en cada arremetida crujían los huesitos de la niña. Poco a poco y a empujones, convencieron de claudicar al agresor. Shair se levantó de la cama, vio a su víctima despedazada entre las sábanas y huyó a la calle.
Los habitantes de la ciudad supieron de lo acontecido dentro de esos muros. Se respetó el duelo de las muchachas. Los sacerdotes y las mujeres repudiaron a Abdul. Donde lo encontraban, escupían. En cambio los hombres, en especial los de su familia, no se resignaron a que el mejor ejemplar de entre ellos se quedara sin consumar su dicha o, en el peor de los casos, como goce de los invertidos. Afanosamente, el padre de Abdul y un cortejo de allegados, decidieron recorrer con el muchacho las comarcas vecinas.
Aquel grupo de samarios visitó diversidad de pueblos. En las costas, en las montañas, en medio de las selvas y el desierto. Las familias obsequiaban a sus hijas a fin de que Abdul, a quienes ya algunos llamaban el Verdugo, pudiera cumplir con la ley. Fueron muchos intentos y mujeres. Aun los más viejos de esa expedición desearon en secreto y con lascivia los cuerpos obsequiados: morenas de vellosidades fáunicas, indias de cinturas quebradoras, fariseas que chorreaban miel de los labios. Ninguna de ellas conservó la gracia en su lecho nupcial; menos cuando huían despavoridas antes de ser estacadas por el Verdugo. La escolta de Shair aprendió a no descargar el equipaje. Así evitaban el enojo de la turba. Los campos por donde pasó Abdul quedaron sembrados de mujeres insatisfechas que ya no quisieron saber de varón.
Al sexto año de peregrinaje, a Shair y a su comitiva les impedían la entrada a cualquier ciudad. Incluso en Tierra Santa. Al cruzar un poblado o un campamento les cerraban puertas y ventanas. Algunas veces les salió al paso la muchedumbre, blandiendo lanzas y cuchillos. Qué decir de las mujeres: ni siquiera miraban al infortunado samaritano, unas por conocerle, otras por no caer en la tentación. Al transcurrir de esos años, Abdul, abatido por la pena, se resignó a vivir metido en los baños, masturbándose.
En algún caserío de labradores, un buen pastor ofreció a su hija, alta, robusta, que conservó su doncellez porque los hombres del pueblo la rechazaban: su carne olía a leche rancia, su cuello a sudor amargo, era ruda como cualquier varón. Antes de huir del granero aquella muchacha golpeó a Abdul con una azadilla. El Verdugo no aguantó más. Buscó a su padre y a sus tíos; se quebró en llanto, les rogó volvieran a su patria. Ellos primero quisieron convencerlo; mas el dolor de padre le ganó al honor del patriarca y la comitiva emprendió el regreso a Siria.
Resultó imposible volver por el mismo camino. La guerra se desató en esos reinos. El padre de Shair resolvió que cruzarían por el desierto y cierta tarde llegaron al pie del desfiladero de Hedom. En su descenso por las cañadas avistaron una villa. Las huertas de sus casas le hacían parecer un oasis. Entraron cuando el sol declinaba. Los pájaros hicieron escándalo en el único árbol de la plaza. Los primeros fogones comenzaron a humear y se esparció un dulce olor a pan. Abdul oyó a su corazón que le repicaba con fuerza.
En la taberna del pueblo, los samaritanos se dedicaron a beber y a dar fin a platillos interminables, relajados por no tener que buscar mujeres. Transcurridas unas horas Shair sintió la vejiga llena. Algunos de sus acompañantes clavaron el pico y roncaban sobre las mesas. Se abrió paso entre ellos y salió de la taberna por la puerta trasera. Llegó al corral. Buscó una esquina. Se dispuso a orinar: el chorro salió caliente, en abundancia. La luna llena, el cielo limpio. El rumor del viento irrumpió por las calles del pueblo como un susurro. Abdul, borracho, feliz, aspiró en el aire el olor de la tierra humedecida por sus orines.
El corral era más grande de lo que a primera vista parecía. Al final de la cerca se divisaba un cuarto. De las ventanas y debajo de la puerta brotaba luz. Abdul escuchó risas, gemidos, gritos de personas. Se asomó. La luz provenía de quinqués acomodados en el piso y alumbraban parcialmente una cama polvorienta. Sobre la cama: recostada una mujer quien ya contaba el medio siglo, gorda, las piernas y los brazos vendados para sostener el pellejo. La carne brotaba entre los lienzos. Era una prostituta. La rodeaban diez hombres de diversas edades y razas. Un soldado negro se acomodó debajo de ella y le ocupó el ano; de la vagina se encargó la lengua de un anciano; al tiempo, unos gemelos, comprobaban la experiencia de las manos y algún famélico jebuseo dejaba sus últimos jugos en la urgente boca. Un marino pidió permiso al anciano y se acomodó junto a él; entre los dos empujaron en la misma cavidad. De igual manera el soldado negro tuvo que permitirle a un camellero compartir el altar de Sodoma. Varios hombres buscaban su lugar agarrándose de una pierna o del lomo de sus compañeros o filtrándose por debajo a cualquiera de los orificios. Igual a moscas en una pelota de miel, si uno de ellos terminaba, ofrecía su lugar a otro y así sucesivamente. La mujer nunca demostró dolor alguno.
El Verdugo de Samaria irrumpió en la alcoba con su cosa de fuera. Como el mar rojo los hombres se abrieron en dos mitades, respetuosos de aquel talante. La prostituta se reincorporó. De principio sintió miedo. Enseguida se repuso. Miró a ese hombre a los ojos, le abrió las piernas. Shair se acercó. Con una mano tenía bien aferrada el arma, con la otra cogió una rodilla de la mujer, se asomó a su caverna honda, olorosa, que goteaba el jugo de los hombres ahora expectantes. Abdul cerró los ojos y se dejó ir. La cabeza —creyó— no pasaría: la mano experta de esa mujer meneó tantito y entró la tercera parte de la carne. Shair abrió los ojos. Todo apareció muy bello. En una embestida más alcanzó el fondo. La manceba, quien alguna vez creyó inabarcables sus galerías, se recordó virgen, abierta por primera vez, hasta sintió que los huesos le crujían.
Esa noche Abdul se hizo sabio gracias aquella mujer. En la mañana lo hallaron entreverado a las piernas fofas de su amante. Al despertar del sueño profundo, sin importarle los presentes, el Verdugo volvió a fatigarse dentro de la vieja hieródula. Lo atestiguaron su padre, sus tíos y los otros hombres, a saber, el soldado negro, los gemelos, el jebuseo, el marino, que no quisieron moverse de ahí. En la tarde los samaritanos partieron rumbo a Siria. Abdul llevaba a su nueva esposa para presentarla ante los sacerdotes.
[1] Para comprender el término “Hombre sumido”, se debe revisar la Guía de los inciertos de Maimónides donde hallamos: “se llama así al desafortunado poseedor de una verga minúscula, vástago de alguna casa que ofendió al de los mil nombres y por ello ha sido castigada con ese estigma. A causa de la pequeñez del miembro, los primeros teósofos (sin que aún quede claro si por crueldad, sarcasmo o lógica) les prohibieron cumplir con la circuncisión. Desde Sodoma estas criaturas son altamente apreciadas, principalmente por los desviados y también por las mujeres pecadoras quienes buscan el arrepentimiento al recetarse a sí mismas una vida de celibato.”