Si me hubieran avisado que a los cuarenta estaría taloneando con mi jale, ni la molestia de nacer me tomaba. Entre la calle jalapa y Mérida esta esa fábrica que de mala gana me da trabajo como pespuntador. Oficio familiar, al igual que la crianza de gallinas, el gusto por las peleas de gallos y al futbol son enseñanzas obligadas de mi jefe “el greñas”. “ni modo güero, tu trabajo está bien culero, mira, no chingues, hasta parece que trabajas con las patas” me dice Julián, el inspector de calidad de esta marca lacra de zapato escolar. “¡perra madre!” es lo único que se me viene a la cabeza, todo el día sentado y hasta se me olvido tragar. Si no son enchiladas.
El apremio me hizo clavarme una aguja en el índice, se me acabó el hilo y le robé uno a mi jefe, al mocoso que atiende la peletería lo convencí de fiarme dos litros de cemento, medio litro de aguarrás y medio de pegamento amarillo. ¡Y todo para que! estos pendejos me lo echaron a perder. En este rincón de casas clavadas en el cerro, aquí en la periferia de esta ciudad tan aburrida como la chingada, si no es por el futbol, las peleas de gallos, la radio o las fiestas patronales de algunos barrios nos colgaríamos del palo más alto.
Donde se acaba el bulevar la luz y empieza el camino a Duarte, Loza de los padres, Cristo rey y demás, esta esta terracería llamada: Hacienda arriba, donde no hay de otra, al menos no cuando yo era menor, rápido aprendí a trabajar, rápido me di cuenta que este trabajo del traste te chupa la juventud.
“¡Calderón, sírveme otra cubita!” me quede pelón y de una forma u otra termine pareciéndome al pendejo aquel, veinte años en el pespunte; me jorobé como Cuauhtémoc Blanco, porque no es nada saludable sentarse doce horas en una maquina con una lámpara led frente a la cara (para acabarla de chingar, también te deja ciego), dejas de jugar en el llano porque te deja tieso, más tieso que pata de perro.
¿Por qué Calderón?, los escuincles que trabajan conmigo no hacen otra que estar inventándome apodos. A diario despierto antes de las siete de la mañana, el buen ánimo nos dura poco, ese lapso de tiempo entre “despertar campirano” y “Porfirio cadena”, programa de música regional y radionovela que transmite en la mañana “LG la grande”. Todo color de rosa hasta que el noticiario matutino nos da en la madre, zapato chino, japonés o sepa su chingada madre de donde que llega ilegal al país, que nos abarata el trabajo. Sobra decir que ya nos cuesta uno y la mitad del otro. La electricidad que consumen las maquinas no la pago, Artemio, un vago que le encanta el pegamento, me ayudo a colgarme del poste de luz, el hilo y los solventes se compran barato.
¡Ese güey es bien tranza!, expresión común que le dicen a muchos que buscan trabajo conmigo. Si no soy de hule, en total somos diez, y aun así hay días en que no nos alcanza ni para tragar.
Pasearnos en la Martinica, ver jugar al Unión de curtidores, caminar por la central camionera y en todo el barrio del Coecillo nos alivia, esperar el domingo para caer al palenque, entre las ficheras, las canciones de los Cadetes de linares, los corridos con tambora de Antonio Aguilar y el licor de caña que tanto me gusta; me hace recordar que en el pespunte nadie sufre.