Nos estaba resultando muy complicado explicarles lo ocurrido a los empleados del forense que habían llegado hacía unos minutos.
Incluso entre los que presenciamos el hecho, no dábamos crédito.
Mi compañero estaba sentado en el asfalto sin poder hablar, mirando fijamente aquel cuerpo ensangrentado en medio de la carretera.
Era una noche de Julio como cualquier otra y nuestra jornada había comenzado hacia la una de la madrugada.
Esto ocurrió hace más de quince años, en una época en la que me dediqué a varias y muy diversas actividades para ganar algo de dinero.
Una de estas fue la de ayudante general en un taller de grúas remolcadoras.
Mi función consistía en ayudar en todo a los choferes de grúa, durante su jornada en alguna carretera, enganchando y remolcando vehículos accidentados en las carreteras.
Generalmente y por ser el novato, mi turno se desarrollaba por las noches; que era cuando el trabajo era más cargado y el chofer no se daba abasto.
Desempeñando este trabajo fui testigo de muchas experiencias extraordinarias, que después se fueron volviendo cosa cotidiana.
Una vez sacamos un auto “Mercedes Benz” color plata de un barranco profundo. Al ponerlo sobre sus ruedas en la carretera nos percatamos que el cuerpo del conductor aún estaba sentado frente al volante. Era un hombre como de unos sesenta años o más, elegantemente vestido con un traje color beige y corbata color vino. El brazo izquierdo y la cabeza salían por la ventanilla. En la muñeca le asomaba una gruesa esclava de oro y a la mano le faltaban dos dedos.
En la mano derecha, que estaba apoyada en su regazo, estaba fuertemente empuñada una pistola tipo escuadra, calibre veintidós.
Metí el brazo y la cabeza colgantes hasta lograr enderezar al conductor en su asiento y fue en ese momento cuando pude verle el rostro a la luz de la linterna de mano que sostenía mi compañero: Todo el frente de la cara parecía el cráter de un volcán, excepto los ojos que estaban exorbitantemente abiertos a tal punto que, cuando los miré, parecían devolverme la mirada de manera muy viva. La nariz estaba hundida por completo hasta el cerebro y solo resaltaban las fosas. La boca abierta estaba repleta de sangre y todos los dientes delanteros flotaban ahí.
Un escalofrío me recorrió la espalda y sentí como se iban humedeciendo lentamente mis pantalones.
En otra ocasión tuvimos que arrastrar a dos autos que fueron parte de una carambola. Uno de ellos, el más largo, lo subimos a la plataforma de la grúa y lo inmovilizamos para que no nos diera problema a la hora de ir en camino al corralón. Parecía sencillo enganchar al otro auto por las llantas traseras para poder llevarlo jalando por la carretera.
En este vehículo estaban los cuerpos del conductor y del copiloto, con los rostros bañados de sangre y con partes de los cráneos embarradas en el parabrisas.
Llevábamos escasos metros cuando nos percatamos que surgió un problema: las cuatro llantas de ese carro estaban fuera de su eje, lo que propiciaba que zigzagueara invadiendo el carril contrario o hacia afuera del camino.
El chofer de la grúa detuvo la marcha y me dio una orden que me dejó helado: “Voy a necesitar que te subas al carro de atrás y te vayas sosteniendo el volante todo el camino para que lo mantengas derecho.”
Tuve que hacer un viaje de cuarenta y cinco minutos con los dos cuerpos (uno encima del otro), en el asiento del copiloto.
Yo, sosteniendo el volante, no me animaba a verlos ni con el rabillo del ojo.
Al momento de pasar por un bache o tope en el camino, uno u otro de mis acompañantes emitía algún ruido extraño, flatulencias o sonidos guturales que me erizaban la piel.
Al llegar al taller corrí inmediatamente al baño a vomitar y mis manos no podían dejar de temblar.
Un compañero me dijo al día siguiente que el asiento del conductor del auto en el que viajé estaba completamente empapado de sudor.
Hay más historias, unas que recuerdo y otras que, por el paso del tiempo, ya están difuminándose en la memoria.
Pero aquella noche de Julio no la podré olvidar nunca.
Caía una lluvia fina, pero abundante, así que la carretera estaba encharcada al grado que no se podían distinguir los baches en ella ni con las luces de niebla.
No hacía más de diez minutos que a mi compañero le llamaron para pedir nuestros servicios en la comunidad más cercana a donde nos habíamos estacionado a esperar.
Informaron por la radio sobre un accidente en el que estaban implicados dos vehículos.
Acudimos de inmediato y vimos como un auto marca “NISSAN”, tipo Tsuru estaba ensartado en la parte trasera de un camión Torton.
Había dos hombres junto al accidente: el conductor del camión y su ayudante, quienes telefonearon al seguro y de donde a su vez, nos habían llamado pidiendo el servicio.
El impacto había sido tan fuerte que las llantas traseras del camión salieron de su eje y lo dejó sin movilidad. El cofre del auto se retrajo casi por completo hasta los asientos.
En los lugares de piloto y copiloto estaban un hombre y una mujer, de los que después se supo que eran un matrimonio.
El cuerpo del hombre estaba aplastado al grado que el tronco había explotado y sus vísceras estaban regadas por todo lo que quedaba del tablero. Su cara no existía ya; en su lugar, había una masa hinchada y sanguinolenta de carne viva, y en su cabeza tenía un agujero del tamaño de una manzana por donde escurría toda su masa encefálica.
Estaba tan prensado que era imposible sacarlo sin herramienta y maquinaria especializada.
Pero la mujer en el otro asiento si podía ser sacada. Su cabeza estrellada en el parabrisas presentaba un orificio no muy grande, pero no había sangre.
La puerta estaba entreabierta, posiblemente por el impacto, así que pudimos ver a la mujer con los ojos completamente abiertos y la mueca total de horror con la que vivió su último instante.
Después de sacar varias fotografías, enganchamos el auto y lo jalamos para separarlo algunos metros del camión y ver más a detalle la gravedad del accidente.
Después de la maniobra, mi compañero bajó de la grúa con nuestras linternas de mano, me dio una y ambos nos inclinamos frente la defensa del camión para mirar dentro. Los hombres que nos acompañaban se acercaron también para ver el daño y dar reporte a sus patrones.
Aún tengo el recuerdo muy claro del momento en que escuchamos como se abría una puerta del carro detrás de nosotros; volteamos con las linternas a la altura del pecho y vimos como la mujer que estaba sentada del lado del copiloto la empujaba para salir de éste.
Nadie pronunció palabra ni se movió un milímetro. Yo estaba petrificado.
La mujer salió del vehículo, con los ojos fijos en la nada y la mueca de terror con que acababa de morir. Comenzó a caminar hacia nosotros, pasó junto a mí y siguió de frente sin verme hasta más allá del camión.
De pronto se detuvo, dio un grito espeluznante y se derrumbó como un tronco sobre la carretera. En ese momento, de la herida que tenía en la frente, comenzó brotarle un chorro de sangre hasta dejar un enorme charco a su alrededor.