En mi cuerpo flaco sanar era un grito (Segunda parte) por Mario Frausto Grande

Desde esta llovizna

de entumecidos canarios

que la tarde amortaja sobre mi pecho,

mi ternura repasa

su muladar de mediodías rotos.

 

Desiderio Macías Silva

 

 

Cuando iba en la secundaria mi cuerpo era un campo de mutilaciones y luchas, sé bien que puede sonar fuerte, es un símil violento, doloroso, la clase de comparación que puede resultar exagerada para muchos. Uno de mis recuerdos más lúcidos radica en la manera en que lo cubría constantemente, usaba prendas sobre prendas para intentar cubrir mi flaqueza, pero siempre sabía lo que habitaba debajo: el cuerpo flaco como una herida punzante, como un recordatorio de la sangre manando sin darme oportunidad de erradicar la hemorragia. Llegué a usar vendajes, principalmente en mis brazos, los usaba para rodearlos y cubrirlos, quería ensancharlos, tener esa apariencia musculosa que tenían otros hombres, la cual, por mucho tiempo, consideré un factor de gran relevancia para poder autoproclamar mi valía como hombre. Sin embargo, no entendía que esos vendajes eran un modo de intentar apagar el dolor, de anhelos que sólo eran cuchillos desgarrando mi carne. No hay herida más grande que la que trazamos y no podemos ver, es la llaga más cierta y puede tener muchas formas, en mi caso era mi relación tan violenta con mi cuerpo y no lograba disiparla.

Un día un primo me hizo ver que cubría bastante mi piel, que me denotaba inseguro, que iba por la vida como un moribundo en espera de ayuda. Desde que tuvimos esa charla, comenzó a brotar en mí un eco, palabras y palabras que reclamaban que sanara mi relación con mi cuerpo. No comencé a hallar la cura gracias al ejercicio, conté en la entrega pasada que ahí sólo encontré más violencia, más dolores. El bálsamo vino con un lento trayecto que empezó cuando inicié a estar desnudo en mi habitación, cuando finalmente comencé a verme al espejo y confronté el dolor de mirarme. Necesitaba abrazar mis heridas, marcas y todo surco en mi piel, vislumbrar sin odio el dolor que fluía en cada una de ellas. Sé que, como lo he dicho antes, puede parecer muy exagerada la forma en que narro todo esto, pero verdaderamente el proceso para lograr mirarme en el espejo no fue fácil, implicó volver en muchas ocasiones al sabor agrio del miedo, a la sombra donde volvía a lacerarme con mi propio desprecio. A veces el dolor también volvía por mi relación con los otros, por la forma en que hablaban de mi cuerpo y que me conectaba con ese sentimiento de querer mutilarme.

Recuerdo muy bien un aspecto que también mencioné en la entrega pasada: mi homosexualidad reprimida, la cual se conjunta con el tiempo en que mi flaqueza y la manera en que ésta era percibida y calificada por los otros fue de suma importancia. Fue hasta más allá de tener veinte años que me percaté de cómo mi auto percepción había influido en mantenerme atado a negar mi orientación sexual, ésta era otra herida que palpitaba al mismo tiempo que la herida de mi cuerpo flaco, incluso puedo recordar que ambas cuestiones eran los cuchillos que la gente más me lanzaba, a veces juntos, a veces separados, siempre teñidos de un desprecio particular que sólo llegaba a lidiar con las palabras de mi tía cada que la saludaba. Parecía como si ser homosexual fuera vivir herido y que todos tuvieran que remarcar el hecho de la sangre empapando mi ropa. Además, a esto se agregaba mi corporalidad como un signo que, según muchos, me reiteraba como homosexual, ya que me hacía ver, sobre todo, débil, frágil, sin capacidad para ser más fuerte.

Nuevamente, mi corporalidad era un signo que parecía haber sido fraguado para soportar el dolor y los golpes, era como si incluso su significado conllevará a esos dos aspectos. Tener sexo lucía como algo imposible para mí, pero en mi lento trayecto siempre lo había buscado, siempre había anhelado un momento donde mi cuerpo pudiera sentirse confortado al verse en el fondo de unos ojos ajenos. Sin embargo, mis primeras experiencias se caracterizaron por devolverme al dolor, ya fuera porque la otra persona me desdeñó al verme desnudo o por el simple hecho de haber pagado para recibir un elogio. Descubrí que buscarme en la mirada de otro no era del todo el camino, que simplemente no estaba preparado para lidiar con eso.   

Tuve que aprender también que la palabra ajena no debía repercutir a ese grado en mí, pero también fue difícil, podía escuchar en el fondo, nuevamente, a mí tía diciendo que yo era feo, que mi cuerpo era equivocado, pero ahora entiendo que no hay por qué ver a nuestro cuerpo como un error, y que la respuesta por la autoaceptación y el amor propio no inicia buscando las corporalidades que nuestra sociedad proclama como las ideales o bellas, sino, más bien, generando un discurso que discuta con éstas. La violencia no sólo es ser apuñalados o cortados con un arma verdadera, sino también los filos y cortes que nos propinamos cuando permitimos que las exigencias externas gobiernen nuestra auto percepción y desarrollo. Buscar el fondo de nosotros mismos no es fácil, pero es necesario, no es justo vivir con las heridas frescas como si no hubiera oportunidad de quitarlas. Si el cuerpo reclama que sea una oportunidad de sanar. Vuelvo a ese niño pensando en las palabras de su tía y en la manera en que le hicieron un corte profundo, al adolescente con las vendas en los brazos y las aspiraciones por tener ese cuerpo que todos esperaban y, por último, al homosexual reprimido con un cuerpo en proceso de escapar del silencio, con necesidad de conciliarse para que también sus verdaderos deseos afloraran. Pienso en todos ellos, en todo lo que han sido para mí y ahora me digo: hoy sigo siendo flaco, pero no encarno más una herida, desde esta flaqueza soy un eco que se alarga, un grito donde un nuevo cuerpo ha podido nacer.

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