Entender al Quijote (entendernos) puede estar en chino por Joan Carel

Fotografía: cortesía Prensa FIC

Para los conocedores del arte y la cultura china, así como para los fanáticos de lo asiático, la presentación de la Ópera de Pekín de la Provincia de Guizhou fue excelsa. Sin embargo, para los espectadores poco aventurados en estos asuntos, ver una versión oriental del caballero andante, el cual es un ícono en muchos aspectos de la occidentalidad, representa un choque severo.

La calidad escénica de la ópera china no se pone en duda, puesto que no es posible emitir un juicio de algo cuyos elementos son ajenos para quien los evalúa. Si se tratara de dar una opinión inmediata claramente prejuiciada, pues es imposible despojarse fácilmente de las convenciones y parámetros estéticos de la cultura propia, podrían criticarse sin tacto demasiadas cosas, por ejemplo, que los vestuarios españoles del siglo XVI resultaban falsos en los cuerpos de las mujeres chinas; que la acción era en exceso lenta y evidenciaba su absurdo el necesitar ser explicada con un letrero, como cuando el Quijote y Sancho tardaron 10 minutos en apenas comenzar a intentar “salvar a las mozas”; que no debería llamarse “ópera” porque sólo en algunas escenas hubo canto y que en ese canto apenas se distinguía una sílaba cambiando de un tono a otro pero siempre agudísimo y desafinado; que las acrobacias eran excesivas y que, acompañadas por el sonido de un instrumento metálico que repetía incansablemente una sola nota exasperante, parecía ser una caricatura asiática representada por personas; que con la adaptación fonética de los nombres españoles al mandarín los personajes perdían su esencia y que el hombre de barbas castañas y traje rojo nada tenía que ver con “el caballero de la triste figura”, además de que era una burla para el clásico cervantino mostrarse como un inepto al lado de su diminuto pero mucho más inteligente y valiente escudero y que era indignante escuchar de principio a fin del espectáculo entre risitas molestas el insulto sin audacia “¡está loco!” en voz de dos prostitutas que se creían acosadas y que no entendían el sentido de ser fiel o casta, aunque esta vez un caballero que se vence por no dar gusto a las personas sí lo merecía.

            Pero afirmar todas las aseveraciones anteriores sería un insulto aún peor hacia la cultura, pues en ella cada ser humano tiene el derecho de concebir, representar y explicar al mundo como su contexto y experiencias lo permiten. De esa manera los chinos bien podrían defenderse diciendo por qué su adaptación es mejor y hasta explicar cómo el Don Quijote de Cervantes, junto con todos los clichés que se han formado intentando realzar su grandeza, está lleno ridiculeces e incongruencias.

            Muchos críticos y teóricos del arte podrían decir que para ser considerado como tal, el arte debería resultar, si no deleitable, al menos intrigante y por ello atractivo e interesante para cualquier espectador. Bajo esa premisa, el público occidentalizado hasta los huesos para quien la propuesta aquí referida resulte despreciable, quizá considere que el caballero andante de Pekín para nada merece denominarse arte. No obstante, limitándose a una perspectiva en la que el Quijote merece reverencia, ¿el que exista una versión china de éste no aumenta su valor?

            Tanto se habla de cultura universal y de conceptos trascendentales que sin importar la forma expresiva pueden ser identificados y comprendidos, pero ¿qué pasa cuando ante un mismo referente cada par de ojos ve cosas distintas? ¿Acaso el ver diferente no es lo que se busca con el acercamiento a otra cultura? ¿Será que algún día realmente entenderemos lo que implica ese hablar de cultura y poder dialogar al infinito que tanto presumimos? ¿Algún día podremos entendernos y apreciarnos incluso cuando estar una frente a otro represente un contundente choque emocional y cognitivo?

            Si a usted la participación de la Ópera de Pekín de la Provincia Guizhou le resultó insoportable, tal vez eso sea un indicador de que debe empaparse un poco más de la cultura asiática y entonces, con los prejuicios un poco difuminados, opinará que en ella imperaba la belleza, o por lo menos en la escena final en donde, a diferencia de tantas representaciones, Don Quijote, al ser levantado, tragado y sacudido, realmente lucha con un esfuerzo descomunal contra molinos acróbatas que lo vencen danzando impecablemente en una coreografía precisa, potente y llena del rigor chino.  

           

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