“¿Si muero, qué escribirías? ¿Me explico?”, fueron las palabras, maltrechas, pésimamente escritas en una ventana de mensaje de texto que ella me había enviado. Me obligaba a pensar en la muerte, otra vez, a mí, que ya había pasado una larga temporada en el Infierno; venía a restregármela en la jeta otra vez, a la muerte. Tenía que volver a sumergirme nuevamente en ella para escribir un texto: “¿Si hoy muero, qué escribirías?”.
Me he dado cuenta —sin ánimo alguno de pretensión—, que soy ya un veterano en la publicación de textos, comencé a publicar en revistas a muy temprana edad, cuando los escritores mirreyes nacidos en los noventas aún estaban en pañales mofándose en sus propias heces; así que prácticamente puedo escribir un texto con los ojos vendados, aún si tuviera muerte cerebral. Conozco las pautas con que se debe rasguear una columna, un reportaje, un artículo o una crónica literaria, y las entrevistas generalmente las hago para molestar. Es por eso que la petición de ella me pareció “pelada”, es decir, lista para llevármela a la boca con el mínimo esfuerzo, enfundarme en la bolsa un par de biyullos de a cien bolas. Pero soy un profesional antes que un punk, no por gusto sino por costumbre, una mala maña que me han dejado la veintena —quizás más— de revistas en las que he colaborado a lo largo de mi “carrera”, y de eso no existe aún ningún animal capaz de lamentarse: mi vicio es la escritura —por más bohemio que se lea, y a final de cuentas, cada quien sus perversiones—; no es para mí una norma, pues siempre habrá una hoja en blanco dentro de mi cabeza esperando para ser profanada con letras indecorosas, si dejo de escribir me aparto de la realidad, me despersonalizo, simplemente enloquezco, por eso tengo que estar escribiendo siempre, a todas horas y en todos los lugares; enfermedad a la que muchos amigos y editores han nombrado como disciplina, y que yo estrictamente le llamo LASTRE.
Le dije que más allá de la filosofía existencial de Ciorán o la poesía de Bandeira, el pensamiento por la muerte me parecía completamente innecesario, yo no visto de negro para aparentar que estoy figurando en un funeral todos los días, sino porque soy una persona vanidosa y el negro es un color monocromático. Que no se confundan las pseudo darkis y los metaleros tragones de ínfulas, yo no aparento: YO soy. Si lo Políticamente incorrecto es pensar en la muerte, nosotros tenemos que ser más incorrectos aún, más contras, debemos pensar entonces en la puta vida, “la fuckin life”, como decía Eusebio Ruvalcaba, pensar sólo en vivir bien y nada más; no sé si con optimismo, pero sí con furia, la furia que es energía, la energía que es existencia; orinarnos así en las tumbas de quienes se murieron arrepentidos, augurando la muerte.
Me toca inyectarme de nuevo respiros de muerte bucólica —para que se lea bonito—, me toca pensar en lo que escribiría si ella se muriera. Dejo que mi mente recorra de nuevo las sucias calles de Guerrero, vuelvo a tener presente sus piernas, su entrepierna dentada de un hambre grotesca, indeterminada; vuelvo a oler el gas de su sexo, penetrante, asqueroso; y redacto entonces con retentiva más que con gana:
En el principio fue una llamada y la palabra se encontraba en ella, y la palabra era ella. Ésta era en el principio con ella. Todas las lecturas por ella ya fueron hechas; y sin ella nada se hubiera escrito. En ella estaba la crónica, y la vida era la luz de los hombres en el tabledance. Y la luz en las tinieblas resplandecía; más las tinieblas de las prostitutas no lo comprendieron nunca. Fue una mujer apodada como Reptiliana, la cual se llamaba Ana.
La voz en esa llamada telefónica me pareció la de una chola rehabilitada, fachendosa, una voz fuerte con un carácter dulzón. Yo estaba en aquél hoyo que Leonardo usaba para dormir —para vivir—, esperando a que la prostituta depositara una lana por un par de libros que le había mandado. —Arre, ya está depositado, me dijo. Planeaba comprar dos o tres caguamas, para la calor, como se dice, pero justo cuando cayó el dinero el banco me lo tranzó justificando que tenía que pagar un impuesto por tener mi cuenta en ceros, ¡qué putas! Nos quedamos sin Caguas.
Para cuando ya había más trato con la culo de moneda, arribé por primera vez a aquella ciudad, y debo admitir que sentí miedo por mi persona, quise salir huyendo del tugurio al ver la figura de esa Yeti anegrentada y sudorosa que me recibía; era Reptiliana. En vez de huir, me dirigí con paso firme hacía ella, puesto que siempre me ha gustado meterme a la boca del lobo, así conocí el Perazzo.
Vendría la primer borrachera, el deslumbramiento de ese culo de rata tan celestial y coprofílico, ya que ese lugar sólo es una oda a la mierda y sus extravagancias. Vendría el primero de muchos besos con la Reptiliana y yo convertiría ese instante en una crónica épica —al menos para mí—. El momento en que Ana descubrió a un cronista que yo no sabía que existía, porque estaba perdiendo el tiempo leyendo a otros narradores aburridos. Así sucederían un cúmulo de dietarios vertidos en una relación que representa la cúpula de ambos: el hambre de Ana y la borrachera mía.
Sé muy bien qué escribiría, de eso puedes estar segura, pero aún no lo he escrito, te estoy tanteando nada más, alargando la trama como en una puta serie de Netflix, cavando un hoyo y metiendo a Shakespeare en él, tirándome al drama, pues. Escribiría cosas horribles pero que te hicieran llorar de ternura, porque eso es exactamente lo que deseas, quieres que te tiente el corazón o las tetas, pero no lo voy a hacer, en primera instancia, porque me niego a pensar más en la muerte, porque yo sí he tratado de entrar en ella sin tener éxito; tampoco es mi intención escribir cursilerías en este momento de mi vida, cuando mi mala fama rebasa mis dotes de escritor bonito. Voy a decirte ahora mismo lo que yo escribiría, y es para que pellizques la frecuencia más que un pezón, para que salgas del ostracismo, para que dejes de pensar en la puta muerte y comiences a vivir como se debe, como una punk y no como una gallina. Si quieres la muerte, yo escribiré entonces que el que quiere hacer algo lo conseguirá por su propio medio, el que no, inventará una excusa. Y en palabras de Sabines: Cuando tengas ganas de morirte, no alborotes tanto: muérete y ya.