ESTRELLAS EN LAS MANOS Por A.G. Cabrera

Esa noche, mientras mi rostro se iluminaba con los cohetes que estallaban sobre la ciudad, el ambiente húmedo y gélido de aquella colina desde donde los miraba me invadió… Con esa sensación que uno siente cuando regresa a un lugar donde fue feliz, pero del que se marchó porque ya era necesario partir.

Mientras se apagan las últimas chispas de colores en el firmamento, vi pasar el fantasma de una estrella fugaz en esa primera madrugada de 1992, sentí la necesidad de regresar corriendo a la cena de fin de año que se daba en  aquella casona, bajé corriendo la pequeña montaña, traspasé con premura la huerta de mandarinas que abrazaba la parte frontal, un ladrido de bienvenida de la Centella anunció mi entrada, acaricié el lomo de esa perra por última vez en mi vida y, también por última vez en la vida, cené junto a esa familia reunida.

  1. SUEÑOS DE MEMBRILLO

Hacía tres meses que vivía en casa de mi tío Eustaquio, el mayor de una generación de nueve hermanos y quien, por mucho tiempo, fungió como patriarca de todo el grupo de vástagos que migraron desde Guachochi hasta Guanajuato, era también el hermano más cercano a mi padre.

La razón por la que acabé mudándome ahí, fue el proceso de sanación que requirió mi madre, ni su cuerpo ni su espíritu estaban en condiciones de cuidar a los hijos; así, mi hermanita Sarita y yo, de casi 4 y 9 años de edad, los de “en medio”, terminamos a cargo de mi tío en el otoño e invierno de 1991. Mientras mi madre sobrevivía a toda una vida de aflicciones, mi tío y mi tía Albina se encargaron de nosotros.

Las caminatas al Cerro de la Sirena, los acarreos de agua desde el río de las piletas, las subidas al Cerro de la Crucita y los licuados de plátano con Cal-C-Tose por las mañanas, fueron los abrazos que recibí durante esos meses, recuerdo de forma entrañable esos afectos y cariños.

Desde entonces son constantes los momentos en mi vida que, mientras pelo una mandarina y su cáscara expele gotículas con ese peculiar aroma o mientras corto pedacitos de ate de membrillo para untar sobre un pan, mi añoranza rememora la huerta con mandarinas, nísperos y membrillos en la que salía a desayunar durante esas mañanas y vuelvo a percibir el aroma de los árboles cubiertos con niebla caída durante las madrugadas.

Esos aromas me recuerdan también a mi tía Albina, quien metía membrillos verdes entre su clóset y durante los otoños e inviernos sus ropas olían a esos frutos, a ese momento de mi vida, a… Ella.

Llegué a esa casona con una sensación de abandono, cargando una pequeña mochila en la que no faltaron mis tortugas ninja, mis tenis Canadá y las ganas de volver a ver a mamá, se me asignó dormir en la habitación de mi primo Pedro, un adolescente de dieciséis años, fan de Iron Maiden, en una recamara repleta con posters de “Eddie the Head” degollando soldados en medio de una especie de holocausto nuclear.

 Mi cama se improvisó junto a un ventanal colindante a una huerta repleta de árboles; una cortina semitransparente era el único límite entre la oscuridad de ese huerto, mi cama y mi imaginación infantil. El clima otoñal y los vientos de ese cerro, hacían que por las noches los frutales arañaran mi ventana, cada rasguño contra el cristal era una pequeña pesadilla en mi compungida mente, a esto abonaban los perros de la casa, híbridos de pastor alemán y coyote que gustaban de aullarle a la luna.

Las primeras dos semanas tras mi mudanza fueron duras, lloraba en silencio las tristezas que me pesaban, mi hermana Sara se volvió a orinar en la cama y mientras, escuchábamos susurros diciendo que mi madre se estaba muriendo, yo sabía que su espíritu estaba cansado, muy cansado de tantas decepciones y que necesitaba recuperar la capacidad de soñar. Saber que mi madre estaba enferma nos hizo aguantamos regaños, los – ¡no llore como niñita! – y los…  pídele al niñito dios que no se muera tu mamá.

A la tercera semana hice la costumbre de dormirme escuchando Waisting Love, tocada en un cassette por una grabadora Boombox, mientras Eddie The Head acurrucaba mi descanso y los aullidos del perrerío arrullaban mis sueños. Todo esto me engendró esa profunda necesidad que tengo a veces, de dormir escuchando música, normalmente sucede cuando tengo la sensación de que me está llevando la chingada por algo que me agobia.

Según mi primo, se me fue quitando lo putito cuando dejé de llorar en las noches, en realidad aprendí a disimularlo. En celebración a que, según él, yo ya tenía mis huevitos bien puestos, se propuso completar mi colección de Tortugas Ninja, por lo que una noche de noviembre acudió a una mercería del centro, donde se robó al Maestro Splinter para completarla, además de una caja de esferas que colgamos en el arbolito de esa navidad.

“Dream on brothers, while you can

Dream on sisters, I hope you find the one

All our of lives, covered up quickly

by the tides of time…”

 De a poco las noches dejaron de estar cargadas de miedos inexistentes, gusté de la oscuridad mientras veía el tintineo de las estrellas a través de las cortinas y el enramado, al tiempo que deseaba la sanación de mi madre; un sueño que era envuelto por el aroma de las mandarinas en rama, del ate de membrillos hirviendo en la cocina y… el frío de un milagro que no sabía cómo pedir.

  1. PIÑATA ROBADA

Corrían las vísperas de navidad; mi primo Pedro, yo, el Cebollón, Mario, el Calacas y el Mayor, quien más me procuraba, salimos desde temprano por la tarde para recorrer las posadas del barrio de Pastita y la panorámica de Guanajuato. La idea era apañarnos los más de dulces, fruta y cuetes que se pudieran para repartirlos en la nochebuena.

Yo era el más pequeño de esta caterva de niños y adolescentes, el líder era Pedro, porque según el dicho y las quijadas de unos cuántos, era muy bueno para los madrazos. Ahora entiendo que, rebelde contra el genio de mi tío, él siempre estaba presto a encabezar muchas de las banditas del Cerro de la Bolita, Pastita y alrededores.

En esos momentos fui apodado como el “Poin”, por una mala caída que tuve mientras huía de una patrulla y en la que, según aquellos, el chingadazo sonó como un poing muy cabrón, mismo del que la adrenalina me recuperó de inmediato, para seguir escapando de la policía que nos perseguía.

La dinámica en nuestras andanzas era más o menos esta: Yo iba por delante junto con los más chiquillos del grupo, pidiendo que nos dejaran entrar a pedir posada, mi cara ayudaba mientras  rogaba que me dejaran pasar “con mi hermanito”, casi siempre lo conseguía. Ya en el festejo, mediante unos chiflidos llamábamos al resto del grupito a la hora del reparto de aguinaldos y de romper la piñata, el objetivo era robar ésta, era la forma en que, según nosotros, le dábamos en la madre a esos riquillos de las privadas del Mogote y de Guijas.  Poco a poco le encontré su encanto a esa adrenalina.

Mientras nos aprestábamos para dar el golpe, el Mayor se adelantaba conmigo llevándome de la mano, unas cuadras adelante me dejaba sentado en una banqueta o alguna jardinera, mientras él regresaba a la posada, yo sabía que cuando chiflaran otra vez, significaba que venían escapando con una piñata entre las manos y algún costal lleno de aguinaldo.

– ¡Apúrale pinche Poin!

 – Wey, tu primo angelillo es bien rarito,

 – Bájale pinche Mario o te voy a madrear.

 – ¡Ya pues, nomás decía!…

 Corríamos con rumbo al Cerro de Las Piedras, nos perdíamos entre las casas de cartón hasta llegar al tejaban del Mayor y el Cebollón, lugar que hacía las veces de guarida donde nos repartíamos lo robado…

– ¡Ay muchachos!, a ver si un día no me los alcanzan y les pegan.

 – No se preocupe má, lo hacemos de puro relaj…

¡Zaz!, un sopapo con un cucharón de madera detuvo la explicación del cebollón, el Mayor, su hermano, soltó una carcajada.

 – ¡Cómo chingados no me preocupo!, luego si los agarran ¿Con qué los saco?, o más malo, que tal si me les dan un mal golpe por sus tarugadas.

 – No se enoje Doña Mago; mire, mandó decir mi papá que se baje con lo chavos a cenar

por la Navidad, también invitó a Doña Sóstenes junto con Mario y el Calacas;

 -¡Ay Panchito!, me da pena, además ya casi acabo el arroz

para el caldito que vamos a cenar nosotros,

 – Pues ya no haga el caldo, allá hay tamales, buñuelos con piloncillo, pollos rellenos y

ensalada, llévese el arroz que al cabo se lleva con los pollos, así coopera y ya no le da pena.

 – Bueno pues hijo, además el señor Eustaquio siempre nos trata muy bien,

déjenme que esté el arroz y nos bajamos a la huerta.

 Los solapamientos de Doña Mago le costarían muchos desvelos en un futuro, algunos años más tarde encontraron picado al Mayor, después de un pleito entre aquellos callejones. Nunca se supo quién lo dio aquella puñalada en el pecho.

Aquella noche comimos Pulparindos, asamos bombones y quemamos cohetes en una fogata; más tarde, me hicieron darme un tiro con el Calacas, pues estaba de mi pelo y Mario, su hermano, quería saber qué tan bueno era para los vergazos, ambos terminamos chillando con los pómulos hinchados. Entrada la madrugada rompimos a patadas una piñata con forma de estrella de belén, en cada puntapié nos regalábamos la expiación de la rabia que cada quien llevaba a cuestas en su joven espíritu.

III. ESTRELLAS EN LAS MANOS

Diciembre terminaba, mientras se hacían los preparativos para la cena de fin de año, el señor la casona apuraba con voz autoritaria a todas las manos que ayudábamos, entre éstas las de mi querida tía Albina. En ese entonces no fui consciente de las tristezas que la acongojaban desde hace muchos años, pero sí fui testigo de una advertencia que ese día se le hizo entre dientes:

– Va a venir Sonia, ¡Trátala bien! Pobre de ti pendeja si haces alguna escena celos –

 Pedro y yo fingimos que no escuchamos aquella orden.

Recuerdo que labios de mi tía perdieron su sonrisa, vi como sus puños apretujaron un mantel que habría de colocarse una de las mesas, decidió refugiarse el resto del día en la cocina, pocos se dieron cuenta de su ausencia en los convites, se concretó a servir las meriendas y las cenas de la noche, incluida la de la invitada más esperada de todas, Sonia, la dependiente de la boutique del pueblo.

Medio año después Albina se escaparía para siempre de aquella casona, huyó solamente con una maleta llena de ropa, unas cuantas joyas, lo que logró sacar de una cuenta bancaria y la dignidad que muchos creían que ya no tenía, además, mucho, mucho miedo. Se perdió durante cinco años de Guanajuato, no la volví a ver durante mi infancia sino hasta mi adolescencia, coincidimos sin querer en una matiné de domingo, ya no olía a membrillos y nunca lo volvió a hacer, pero su cara era fresca y llena de vida, más que la de aquellos frutos que solía meter entre sus ropas.

Cayó la noche de ese treinta y uno de diciembre, entre las charlas de los invitados escuché los rumores de que alguien en la familia se estaba volviendo loca, más tarde comprendí que se referían a mi madre…

– Pobre Lucha, acabar en el psiquiátrico -,

 – ¿Quién sabe qué le pasó?, si se veía tan bien –

 – Don Eustaquio nunca la ha querido por contestona,

se acuerdan cuando la iba a cachetear enfrente de… –

 – ¡Shhh, ahí viene Don Eustaquio!

– ¡Gracias por tooodo Don Eustaquio!, usted siempre tan generoso.

 Pedro me rescató de ese mar de maledicencias y, junto a la pandilla, decidimos subir con rumbo del Cerro de las Piedras para armar una hoguera; entre las diversiones que reunimos para la noche, se encontraba un puñado de bengalas llamadas Lluvia de Estrellas, quemarlas en medio de aquella oscuridad hacía que la explosión de chispas de colores fuera como tener estrellas entre las manos, los dientes chuecos de aquellos chiquillos se iluminaban del color del universo.

– El Mayor y yo trataremos de cruzar al otro lado para alcanzar

a mi papá, mi jefa ya juntó la lana para el pollero –

 Meses después lo intentaron sin lograrlo, tuvieron que regresar a su barrio sin ahorros, sin futuro, sin nada; de su papá nunca más supieron algo, no recuerdo su nombre.

– Mi Jefa ya juntó para construir otro cuarto y que Mario pueda empezar la prepa.

 Un año más tarde, varios policías y algunas retroexcavadoras se presentaron para demoler y demoler los tejabanes de ese cerro y desalojar a los pobres que contenían.

– Yo quiero regresar a mi…

 Comencé a llorar sin poder articular más palabras.

 – ¡Pinche Poin, eres bien chillón!

 – No seas jotillo…

 – ¡Que te valga madre si es o no es wey!

 – Ya pues, ¡cámara Pedro!

 Prometimos volver a reunirnos otras navidades, nunca sucedió. Al pasar los años me enteré por voz de mi primo sobre el asesinato del Mayor y, mucho después, mientras cursaba la preparatoria, una noche al caminar con rumbo a ésta, vi a un fantasma viviente saliendo de una casucha abandonada en el Barrio de la Alameda, me pareció que era el Cebollón, sujetaba con su mano derecha una mona de estopa, en sus ojos ya no quedaba nada del brillo que reflejaban aquella noche de 1991, fingí que no lo conocía y aceleré el paso, jamás lo volví a ver.

 La noche avanzó y yo terminaba de quemar las últimas bengalas, sólo pensaba en que al día siguiente podría visitar a mi madre, era festivo y familiar en el psiquiátrico de la “T1” en León;  cuatro meses habían pasado desde que me despedí de ella, esa ocasión apenas sonrió, abrazó sin fuerza a los vástagos y prometió que volvería para dejar atrás todo lo que nos entristecía.

Comenzó a resonar sobre la cañada el estruendo de la pirotecnia que anunciaba la llegada del nuevo año, mientras mi rostro se iluminaba con los cohetes que estallaban sobre la ciudad, el ambiente húmedo y gélido de aquella colina desde donde los miraba me invadió… Con esa sensación que uno siente cuando regresa a un lugar donde fue feliz, pero del que se marchó porque ya era necesario partir.

Mientras se apagan las últimas chispas de colores en el firmamento, vi pasar el fantasma de una estrella fugaz en esa primera madrugada de mil novecientos noventa y dos, sentí la necesidad de regresar corriendo a la cena de fin de año que se daba en  aquella casona, bajé corriendo la pequeña montaña, traspasé con premura la huerta de mandarinas que abrazaba la parte frontal, un ladrido de bienvenida de la Centella anunció mi entrada, acaricié el lomo de esa perra por última vez en mi vida y, también por última vez en la vida, cené junto a esa familia reunida.

Muchos años más tarde regresé a ese lugar, con la paz que el tiempo y la adultez me obsequiaron, acudí para llevar un regalo navideño retrasado para un tío Eustaquio, ahora un viejo solitario, oloroso a mezcal y con muchos recuerdos de mejores épocas, en medio de una casona rodeada de troncos donde antes colgaban las frutos de estos sueños.

– ¡Feliz año mijo Ángel! -,

 – Feliz año tío Eustaquio.

 – Dale abrazos de mi parte a todos, también a Lucha, tu mamá -,

 – Con gusto tío.

 Los cohetes comenzaron a retumbar sobre aquella hondonada.

 

A.G. Cabrera.

Navidad de 2022.

Fotografía: @EspinozaDigital

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