Cuando está la muerte, no estoy yo, piensa el yogui. Cuando estoy yo, no está ella. Observa a la gente que camina por la calle. Todos parecen moverse como en cámara lenta o como si estuvieran debajo del agua. Sólo son sombras, piensa el yogui. Y yo también. Una sombra perdida entre muchas otras, una sombra que al menos sabe que es sombra. Y luego piensa de nuevo: cuando estoy yo, no está la muerte.
El yogui no había sido siempre un yogui. Alguna vez fue un hombre indistinguible de los demás. Tuvo un nombre y una casa y un automóvil. Tuvo un trabajo y una cuenta en un banco en la que depositaba el dinero que ganaba ahí. Pagó impuestos y boletos para el cine y para el teatro. Compró libros y sillones y, en una ocasión, un perro. Se rasuraba todos los días y se lavaba los dientes y a veces escuchaba música mientras se bañaba. Tuvo preocupaciones y tristezas y también alegrías, triunfos. Tuvo amor. Tuvo un amor, una mujer a la que llegó a amar tanto que algunas noches era incapaz de dormir, mientras yacía en la cama abrazado a ella, debido al terror abyecto que le causaba la posibilidad por mínima que fuera de perderla de alguna manera. Sí, durante un tiempo fue un hombre feliz, indistinguible de los demás.
Cae una moneda en el platillo que el yogui utiliza para recoger limosnas. Da las gracias a la sombra que ya se retira. El mundo frente a él parece perder su tangibilidad durante un momento; es como si la calle y los edificios se volvieran de pronto casi transparentes, vaporosos, irreales. Pero estira la mano, toca el pavimento debajo de él y en un instante todo vuelve a ser definido y concreto. Buena señal, piensa.
El yogui no siempre había sido un yogui, pero entonces sucedió la vida. Perdió todo lo que alguna vez había tenido con una rapidez tan pasmosa que ni siquiera tuvo tiempo de sorprenderse. Las cosas eran sólo cosas y supo reponerse de su pérdida. Pero también la había perdido a ella, y después de eso enloqueció un poco. Durante meses anduvo por calles y hoteles casi como un animal, sin consciencia de nada. Vivía en automático. Alguna vez consideró el suicidio. La muerte no lo asustaba: cuando llegara, él ya no estaría.
La calle se ha vaciado. Es tarde por la noche. Hace frío pero el yogui ni siquiera lo siente. Adopta la posición de loto por última vez en su vida y cierra los ojos.
Fue una tarde de enero cuando encontró el camino. Las cosas empezaron a cambiar lentamente. Mientras más aprendía, más lograba encontrar una semblanza de paz. Añoraba fundirse en la existencia del Absoluto, como una gota que regresara al mar. Se convirtió en un ascético. Dedicó sus días al estudio y la meditación. Con más y más intensidad, cada día sentía acercarse la revelación definitiva.
Cuando estoy yo, no está la muerte, piensa el yogui y lo repite hasta que las palabras comienzan a perder sentido. La iluminación, el ascender, el alcanzar el Nirvana, todos eran términos y nombres para intentar designar lo que por naturaleza es inefable. Metáforas para intentar apresar algún significado de lo absolutamente inaprehensible. Entonces lo ve por fin. Ahí está, frente a él. El camino. El yogui se permite una breve sonrisa (un último gesto de humanidad, frágil y vulnerable como lo son todos los humanos, como no volverá a serlo jamás él) antes de lanzarse de cabeza al incomprensible Después.
Desaparece, dejando detrás sólo una leve voluta de humo blanco y un ligero aroma a vainilla que permanecerá durante muchos años en aquél callejón.