Cuando era niña y veía a una mujer embarazada le tenía un poco de miedo. No sentía ternura al ver su cuerpo ligeramente inflado porque lo asociaba con algo doloroso. Es posible que no pueda convertirme en Madre pero mi Gatita no ha tenido ese dilema. Hace unas semanas su cuerpo comenzó a engrandecerse hasta dar como resultado cinco pequeños felinos. Aún sin forma, con las cabezas y las patas desproporcionadas, se han convertido en un referente cotidiano para mí.
Debo alimentar a la Gatita más seguido porque, técnicamente, es devorada por sus crías diminutas que poseen garras afiladas con las que se abren paso en su supervivencia basada en leche. Al lado de la mía, que está hecha de café y algunas frutas y una buena comida que mi Mamá tiene la bondad de invitarme, es muy compleja porque es exageradamente metódica. La Gatita los alimenta al menos cinco o seis veces al día y el resto del tiempo lo ocupa en tomar pequeños baños de sol y en buscar sus alimentos que suele reclamar desde las seis de la mañana poniendo sus patas en mi cara.
El año pasado leí El matrimonio de los peces rojos de Nettel. Ahí viene un cuento que habla sobre los gatos. No desde la relación de adoración que Internet nos ha regalado de estos animales sino desde su extrañeza y personalidades. En su historia el personaje cuenta la intuición de su mascota. Cuando ella decide mudarse para dar olvido a un episodio materno que ha vivido medianamente los gatos se fugan. Pero, tal como comentaba al principio, parecen no hacerlo desde la ignorancia sino por el contrario de la decisión. Una, quizá, de que en este mundo la fragilidad y la necesidad del cuidado son tan naturales como la de cualquiera que ha venido de un parto.