En la vida, te acostumbras a esperar; esperas todos los días a que llegue el «gran día» y no ves que el día te da los rayos del sol para calentarte o la lluvia para limpiar las heridas; frío para los abrazos o calor para querer desvanecer la ropa.
Esperas a cruzar la calle y no cruzas la mirada con quien el destino te puso sin casualidad; esperas a que avance el tráfico, pero no puedes notar si tu corazón quiere avanzar y dejar de llenar un hueco vacío.
Esperas perder de vista los problemas, mientras la esperanza te pierde de vista; esperas llegar a casa después del cansado día y no ves que tu casa es el mundo, y el mundo alivia tu soledad cada vez que te levantas de la cama.
Esperas a que tu pena sea leve, pero no te das cuenta de que la solución ya estaba en tu puerta; esperas a que vuelvan los ánimos de vivir y no te das cuenta de que ya estás viviendo.
Y así, vas esperando, hasta que olvidas la razón de tu espera, como esas flores que esperan más estaciones y brillan de amarillo en otoño, pues no hay tiempo perfecto para florecer; es la vida quien te dará las razones suficientes para renacer.