Me levanté despacio para no despertar a Ibai, que yacía tendido en la cama como si esperara la muerte o la entrada al más jugoso paraíso. Pasé mis pies por encima de su cuerpo y salté al suelo. Recogí mis pantalones y marché al aseo. Una vez allí me puse la ropa y también las zapatillas que seguían blancas tal y como las dejé la noche anterior, «Mi madre ya me las habría limpiado», pensé. Até mi pelo en una cola y lavé mi cara cuidando no encontrarme con mi mirada frente al espejo. «¿Cómo debía entender lo que había ocurrido la noche anterior?». No sé, pensé que ya que pasábamos la noche juntos también haríamos el amor… En fin, el misterio se quedaría sin desvelar, él no parecía de esas personas que conversan para aclarar los malentendidos, y yo por descontado tampoco lo era. Volví a la habitación y me senté en el borde del colchón, le miré silenciosamente porque no sabía cómo despertarlo ni tampoco que decir. Se estaba haciendo tarde y yo me tenía que ir. Me levanté y justo en el momento en el que me dirigía a la puerta se despertó. «¡Eh! ¿Dónde vas Sur?». No pude evitar sonreír. «Ya sabes, todavía tengo que ir a la casa de Mar y esperar en la puerta a que mi padre me recoja» «Ven aquí, dime cuando vamos a quedar, hoy no haré otra cosa más que pensar en ti». Sus palabras superaban mi capacidad de respirar y tragar el aire, cada vez que hablaba con él mi estómago se contraía. Siempre terminaba por mirar hacia todos lados para no verme con sus ojos inquisidores y su sonrisa amable —pero esta vez me di rápidamente por vencida— le miré con una media sonrisa y cubrí mi rostro con mis manos. «Ibai», me agaché a recoger las entradas que estaban en el suelo y le pedí si me podía llevar también la suya de recuerdo. No contestó, solo asintió con la cabeza, que todavía estaba apoyada sobre la almohada, con los brazos flexionados y las manos sobre su nuca. Tomó una hoja y escribió algo mientras se incorporaba de la cama, lo dobló y me lo dio. Me dijo «Toma morenita, es para ti. Y no pienses tanto haz el favor», «No pienses, no pienses, no pienses», gritamos a la vez mientras él me daba coscorrones en mi cabeza con su puño de mediano tamaño. Guardé la nota y las entradas del concierto en el bolsillo trasero del pantalón. Caminé hacia la puerta y al doblar la manilla la solté para acudir corriendo a sus brazos y quedarme quieta en su pecho como un animal recién herido de muerte. Silenciosa e inmóvil permanecí con mi cabeza guardada entre su torso y axila. Él no dijo nada, pasó sus manos por mi cabeza, me abrazó y se apartó para alzar con sus dedos mi barbilla y besarme pausadamente. Ese beso se convirtió en decenas de besos infinitos en los cuales no me atreví ni una sola vez a levantar los párpados por miedo a apresurar el fin del momento. La caída al barranco. Salí. Andaba deprisa temiendo que mi padre me viera llegar, mis pasos eran espasmódicos, mi cola un péndulo peinando el viento a uno y otro lado, y mis ojos aguantaban una ganas terribles de llorar que contenía sin éxito en mis cuencas pobladas de mar. La casa de Mar estaba a quince minutos de la casa de Ibai. Estaba llegando, apresuré el paso y al llegar y no ver a nadie me senté en el primer escalón de la casa de mi amiga. Saqué la entrada del concierto y cayó una nota al asfalto, entonces recordé, «¡Dios! Ibai me había escrito una nota y con los nervios no lo había leído» Abrí la hoja despacio para no romperla, leí mentalmente mientras recordaba en mi mente el gesto de Ibai: «¡¿Quieres saber de una vez por qué me gustas?! Me gustas porque cuando miro tus tristes ojos muertos siento que el mundo entero se hace trizas, y justo en ese momento bajo la mirada de tus ojos a tu nariz, y al llegar a tu boca y contemplar tu sonrisa la primavera entera se me echa encima». ¡Piiii!, ¡Piiii! «¡Dios! mi padre había llegado», me levanté, sacudí las zapatillas contra el suelo y entré en el coche. Me miró de soslayo, poco, pero lo suficiente para comprobar que estaba llorando, «Cariño, ¿A qué fiestas vas que sales tú llorando?» Sonreí, me dijo, «Vamos, dime que te pasa» Mi padre cuando tenía la racha buena era el padre más afectuoso y atento que podía existir, pero cuando hacía viento su mente también se revolcaba hasta convertirse en Ares. «¿Me vas a decir lo que te pasa, pequeña?» «No, no puedo, papá yo de esto no puedo hablar contigo. Todo está bien, de verás, yo estoy bien, lloro… lloro porque ahora mismo siento un volcán de sensaciones en mí, pero estoy bien», me dijo, «Entiendo, ya no hablas conmigo de tus cosas, entiendo, pero tendrás que hablarlas con alguien y deberá ser con alguien que tenga dos dedos de frente, ¿entendido? Ahora límpiate y que tu madre no te vea así». Dejó el coche en la puerta, como siempre hacía, me limpié y subí directa a mi habitación, una vez sola volví a leer la nota «[…] y al contemplar tu sonrisa la primavera entera se me echa encima». Me acosté sobre la colcha de la cama, en posición fetal, y me puse a Pearl Jam. Durante ese momento todo parecía estar bien, podía descansar tranquila y explotar al máximo esta sensación de éxtasis venturoso.
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Me llamo Mónica Menargues. Soy solitaria, ingenua, desconfiada. Hablo poco. Me interesa más leer que la gente. Me resulta más fácil divagar sobre la muerte que participar en una conversación. Me hastía hablar de cualquier tema que no sea literatura. Me querré un poquito más el día que entienda el Ulises, de Joyce. Vivo la vida con el mismo sentimiento de deseo que de desapego. A veces siento que lo tengo todo y otras que no tengo nada de nada. Cada vez que termino de escribir algo se muere una parte de mí. Sobrevivo porque siempre tengo un segundo libro que leer.