Fotógrafa: María Paola Garrido Barrera
En el principio, la tierra era sólo un desorden y un vacío, las tinieblas estaban sobre la faz del abismo y sólo se escuchaba un silencio infinito. Y Dios, el Supremo Hacedor de todas las cosas, en su soledad abnegada, decidió que era suficiente así que tendió su mano y fue hecha la luz en la profundidad de las sombras. Y vio Dios que cuanto había hecho era bueno, pero aún la nada parecía abarcarlo todo…
En la noche del quinto día, Dios se dio cuenta de la banalidad de su creación así que decidió hacer algo más; y la hizo a Ella, a su honra y semejanza la hizo, la hizo mujer para que fuera la emanación de la vida en carne propia, le dio dos luceros por ojos y depositó en ellos la chispa de un incensario, para que, así como los faros en alta mar acompañan a los navegantes en su búsqueda nocturna, asimismo, ellos ayuden a los mortales a encontrar el camino de regreso a casa, le hizo una boca y puso en ella el murmullo del quetzal, para que todo aquel que oiga escuche el cantar del cielo.
Y vio Dios que cuanto había hecho era bueno y se maravilló suntuosamente de la obra de sus manos. Y al séptimo día descansó y contempló su creación, y entre todo lo que había hecho, Ella era su obra predilecta porque representaba todo lo bueno que Él sentía por el mundo, porque a diferencia de todo lo pomposamente perfecto que había creado, Ella comprendía lo que a Él se le escapaba, comprendía la belleza de lo defectuoso y lo espontáneo en la naturaleza humana, comprendía que las arrugas de la vida pedestre, eran más que una muerte anunciada, eran la culminación del contraste de muchas sonrisas y lamentos en el tiempo de los desterrados.
Él la miró, la miró con ojos de amor, y la llamó Mariana…