Homo Gulis por El Cerdo Hambriento

Existe un arte efímero, tal vez el más efímero de todos, éste arte es irrepetible, por más que el artista quiera repetir su obra es imposible, su obra es irreproductible. Sus obras son imposibles de masificar, siempre son para unos pocos, tal vez cientos, nunca miles. Éste arte es tan efímero que se pierde en la cotidianidad del mundo, aun así sus obras son extremadamente bellas. Tal vez el problema es que sus obras no se aprecian con el oído o la vista, sino con el paladar.

A diferencia de las artes mayores, este arte del paladar nos ha vuelto artistas a todos aunque sea una vez en la vida. Nunca famosos, como lo predijera Andy Warhol, verdaderos artistas. Artistas que han nacido del placer o de la necesidad. Héroes que se cuelan en nuestro pequeño círculo rutinario de amistades y encuentros fortuitos. Así nacieron grandes obras como “El arroz de mi mamá” “Los tacos dorados de mi papá” “la milanesa en rollo” de mi hermana. Son obras que guardan un secreto misterioso. Ya que se ha vuelto legendarias y se piden directamente al artista para que se repitan. Pero la obra no puede ser la misma. Tal vez esta vez tuvo cinco granos de sal de más, un tomate sin mucho jugo, un corte de cebolla demasiado fino. Inalcanzable al plato perfecto imaginario. Cada platillo es un rumbo insospechado.

Las obras del arte del paladar terminan siendo, en el mejor de los casos, admirada por las cuatro o cinco personas que quepan en una mesa. Otras veces son la admiración de cientos de personas vestidas de gala y perfumadas, siempre con la intención de festejar. Otras veces solo es percibida por el mismo artista; Como un arte secreto y hermético al que solo el sabio maestro tiene acceso. En este caso en particular el artista no se conforma en ser creador, sino también espectador de su propia obra. Es un acto casi mágico, la obra es deseada solo para que desaparezca.

Tal vez lo que acontece es nuestra verdadera necesidad de destruir lo bello. Queremos convertir en una pasta grumosa que viaje por nuestros intestinos lo que alguna vez fue una belleza coloreada de aromas incitantes, todo esto enmarcado en un plato. El arte del paladar es el único arte que se aprecia al destruirlo, e incluso se consideraría de locos conservarlo. Como los horribles platos envueltos en plástico transparente que aparecen de muestra en algunos restaurantes. Los museos del arte del paladar solo se encuentran entre las calles de la memoria. La receta solo es un mapa para llegar a ellos.

Tal vez el arte del paladar no sea apreciado como se debe porque suponemos que comer es una necesidad, por lo tanto no apela a la belleza y a la necesidad espiritual. A ellos es preciso recordarles que la Biblia proclama el fin del universo con el triunfo de los justos en un banquete junto a Dios:

Y el ángel me dijo: Escribe: «Bienaventurados los que están invitados a la cena de las bodas del Cordero." Y me dijo: Estas son palabras verdaderas de Dios.  Entonces caí a sus pies para adorarle.[1]

La comida es capaz de evocar tiempos pasados, comidas legendarias y la vida de quien ya no está en este mundo. En México, el 2 de noviembre, los muertos vuelven solo para comer con su familia desde su altar repleto de sus bocados favoritos. Yo gracias a que he comido y saboreado un buen platillo he decidido eructar estas palabras en esta hoja en blanco. Ya no estoy seguro si fue mi boca las que las pronunció o fue simplemente el sonido de mis dientes hincándose en la carne que degusté.

Existe la teoría de que el hombre adquirió la conciencia, el pensamiento de su vida y del mundo a partir del descubrimiento del fuego. Mi teoría es más humilde: Estoy casi convencido que el salto a la conciencia sucedió en ese pequeño instante cuando el simio dejó de comer por hambre y necesidad y comenzó a comer por placer.

 


[1] La Biblia de las Américas © 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, La Habra

 

 

 

 

 

 

Historia Anterior

El PRI tenía a Vasconcelos por Pável Argávez

Siguiente Historia

Lo eterno de La Barranca: Entrevista a José Manuel Aguilera por Hugo García Michel