Landon tomó la tarjeta y la observó detenidamente. Acto seguuido volvió la mirada hacia el hombre del traje, quien casi salía ya del establecimiento.
—¿Cuánto tiempo tengo para decidirme?
—El necesario— comentó el hombre, por encima del hombro, deteniendo su paso antes de decir tales palabras. Acto seguido, salió por la vpuerta sin volver la mirada.
Landon se fijó más en la tarjeta de presentación: de color gris con detalles en plata, el relieve de las letras le producía cierto ruido. Parecía una de las tarjetas de su padre, mandadas hacer con especial cuidado y en algún tipo de jodido papel caro, cosa que le daba náuseas a Landon. Eran vagos recuerdos, pero no dejaban de ser malos; por alguna extraña razón, detalles de la vida de los ricos le provocaban ese sentimiento de repulsión. Aún así, anhelaba en lo profundo poseer alguna riqueza económica para dejar de laborar; si tuviera dinero, se decía, pondría su propio negocio y se haría de un automóvil caro, con el cual recorrería las carreteras del país que le había dado acogida hacía mucho tiempo.
Pasó las yemas de los dedos por los bordes del nombre que estaba grabado en la tarjeta, con curiosidad. Lo sentía ajeno y “poco americano”, aunque no era nadie para juzgar lo americano y lo europeo.
Reinaba el silencio, después de su conversación con aquel hombre, en dicha estancia. Landon se guardó la tarjeta pequeña en un bolsillo del pantalón y regresó a terminar lo suyo. Ya no tenía ni cabeza para pensar en Jacqueline y lo que le había comentado de Oliver y, en realidad, le importaba poco.
Oliver salió de la cocina y lo observó a lo lejos, un breve instante, para luego llegar y darle una palmada en el hombro.
—No se ha escuchado nada de su plática y no me interesa mucho, pero quiero hacerte de nuevo la pregunta: ¿te ha dicho algo Jacqueline?
—Negativo, te repito— comentó Landon, observando a Oliver con seriedad —, y, la verdad, mientras más me preguntes, menos te diré algo.
—Vale, me has ganado. Ya no te preguntaré sobre el asunto— Oliver alzó ambas manos con las palmas abiertas, en señal de rendición total.
El problema era que Landon sabía, y sabía demasiado. Jacqueline buscaba deshacerse de Oliver y el mando del local que abriría no sería nunca para él, sino para Landon; pero, con la plática, veía que ni siquiera con ese puesto ganaría lo suficiente como para hacerse de su propio negocio y propio automóvil lo más pronto posible: apenas ganaría un poco más de lo que ya ganaba ahí. Comenzaba a inclinarse por la propuesta del hombre desconocido.
El hombre frente a él seguía observándolo, en silencio. Tenía ojos verdes y su mirada era muy fuerte, tanto así que el compañero de Landon se había alejado de su rango de visión en cuanto supo que no era él a quien buscaba el varón; Landon pensaba que exageraba, pero ahora no sabía qué hacer. Por un lado podía alegrarse, pero por el otro le preocupaba bastante todo el asunto: tenía que dejar de lado cualquier plan de volver a tatuarse, de perforarse, de hacer alguna cosa así. Además, debía renunciar a las drogas o parecidos durante un tiempo y su alimentación igual necesitaba cambiar. No tenía malas costumbres alimenticias, sino que no eran las mejores, al menos no las necesarias en ese aspecto.
El hombre, a quien se le notaba unos años más que a Landon —tal vez, unos siete o diez—, se levantó y sacó su billetera; del interior tomó una tarjeta de presentación y la posó sobre la mesa, acercándola un poco hacia Landon.
—Si te place la idea, no dudes en llamarme— guardó su billetera e inició su retirada hacia la puerta de salida.
Antes de repasar lo acontecido por su mente, y de pensar en lo que acababa de escuchar por milésima vez, Landon se encontraba encendiendo otro cigarrillo. Reposaban, al lado de su mano derecha, dos cajetillas. No se imaginaba lo que estaba escuchando: era la solución mágica a sus problemas financieros y, definitivamente, no planeaba desaprovechar la oportunidad. No ganaba mal en el bar, pero se había vuelto, en cierto sentido, en alguien que anhelaba tener más dinero para gastar.