IV. Riot por Luz Atenas Méndez

 

 

 

No todos, era obvio, pero tenían ese potencial escondido. Sólo necesitaban encontrarlo y explotarlo, manejarlo con tacto, mucho, mucho tacto.

 

 

Tocaron a la puerta. Por lo que a ella respectaba, ya no podía hacer más en esa casa. Hacía dos semanas que estaba ahí y era un tedio cada almuerzo, cada comida y cada cena al lado de su madre, quien se la pasaba llorando por su hijo o por su difunto esposo; Ashley no quería seguir escuchando nada más: sabía que la solución, en parte, era encontrar a L.

 

 

—El transporte está a su disposición, señorita— era lo único que alcanzaba a procesar.

 

 

“Regresaré, lo sé, a esta habitación; pero ahora es momento de partir de nuevo. Antes fue por su gusto, ahora es por el mío. No tiene la capacidad de encontrar a L., nunca la tuvo. La disposición sí, pero era más fácil enviarme a mí que dejar el lado de quien amaba. Ahora él se fue, y aunque tiene la oportunidad, no tiene la fuerza”, si bien nunca había conocido a L., ya venía siendo hora de hacerlo.

 

 

 

 

 

Entre sus planes no estaba quedarse ahí, ya no; buscaba la manera de arreglar los asuntos familiares rápidamente para así poder regresar a un ambiente más caluroso, no solamente por el sol. Extrañaba, en cierta manera, las fiestas que E. organizaba para enseñarle en qué consistía otra faceta de la vida, del sexo y del pecado, según la sociedad; E. le había comentado su visión de mundo y de pudor: ella se había enamorado perdidamente de él, además de que pensaba, internamente, que cambiaría su idea de pareja, aunque eso no había salido del todo bien: por ello su separación en Reno.

 

 

L., por otro lado, seguía siendo el chico perdido de la familia; L. era la adoración de su madre, ¿por qué habría huído? El último contacto habría sido con su madre y por ello la petición de que fuera a Vegas. Sí, esa “Vegas” tan atractiva y pecaminosa que a todo mundo engatuza. La misma ciudad donde ella se había parado a mitad de la oficina de E. y le había arrebatado un cigarrillo de la boca. La misma ciudad donde L. estaba en calidad de “perdido”. La misma ciudad a la que no quería regresar por la tristeza, pero en la cual había tenido que pasar después de Reno para avisar que tenía asuntos familiares que atender… Vegas.

 

 

Observó la maleta a medio desempacar. No había querido acomodar sus cosas en los armarios puesto que eso supondría que jamás volvería a Vegas… Y de verdad quería volver. Ya se había vuelto un tipo de voyeurista activo en las fiestas a las que acudía con E.; participaba en subastas por mero placer y se jugaba la vida por encantarlo. ¿Qué había salido mal? Deseaba volver, ya no quería conocer otro ambiente. Se había vuelto un tipo de adicción el analizar, al menos de manera mínima, cada movimiento que se hacía en el nombre del placer: por ello las mujeres se visten de tal o cual manera, utilizan perfume de manera estratégica y los hombres tocan el cuerpo de la mujer como si tocaran el piano.

 

 

Despertar en aquel cuarto, iluminado en cada rincón gracias a los altos ventanales que se expandían de arriba hacia abajo, resultaba tedioso para ella. Se había acostumbrado a la vista desde la casa de su enamorado, la cual daba a un jardín con alberca privada; aquí sólo tenía una vista hacia el frente de la casa de su madre, el cual consistía en un jardín sencillo con una fuente en el centro. Incluso, la fuente la aburría. Su habitación no había sido elegida por gusto, sino porque le daba sol todo el día y en su país natal hacía normalmente frío: era afortunada, según su madre.

 

 

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