A Migraña
Él está sentado en el balcón con los pies al aire. Las manos y el culo sobre la barda. La cabeza quien sabe dónde. Podría volar.
Está ahí desde hace doce minutos. Son las dos de la mañana y el resto de sus compañeros de departamento están dormidos. Solo él tiene los parpados abiertos y piensa en las implicaciones de surcar los cielos. No es su primera madrugada al borde.
Es como su centésima noche así, con las suelas viendo el pavimento. Y es que no puede elegir evitar esa sensación: el desasosiego de que todo alrededor es innecesario.
Cuando le pasa eso, lo de estar tan fumigado, tan cansado de intentar, tan de la verga, solo piensa en apagar su cerebro. Pero, ¿cómo se apaga algo? Con un botón.
- Pero la cabeza no tiene botones.
- Entonces rómpela – se responde a sí mismo.
Estrellar el cráneo en algún lado. Eso ha pensado. Por eso está en el balcón. Aunque también ha considerado otras formas más sutiles de clausurar sus ideas.
Las tiene anotadas en un cuaderno de pasta dura y negra, como si se tratara de una lista de supermercado: pastillas, balas, cuerdas, acantilado, piedras amarradas a los zapatos y un río, inyección intravenosa, gas en un cuarto aislado.
Cada que ve una película o lee un libro donde sugieren una nueva forma de auto callarse, la guarda en la libreta.
También, hace muchos años, empezó una lista de todas las veces que había dicho o hecho algo tonto con una mujer y por ende había perdido la oportunidad de volver a verla.
Luego empezó otra sobre curiosidades en el metro y ahí metía desde personas con aspectos físicos raros hasta situaciones reales pero poco probables de volver a repetirse.
Hace eso, enlistar lo que para muchos pasa desapercibido. También dice “Fuck” cuando siente o ve algo jodido.
No cree en un Dios capaz de dejar a su hijo morir en una cruz por los pecados del mundo. Más bien piensa en un Dios menos ambicioso, más humano, inventor del jazz y del guaguancó, capaz de empezar una guerra por diversión o de matar a alguien para ver cuántos querían de verdad a esa persona. Un Dios divertido, sin barba, con playeras de manga larga.
También le es imposible asimilar la idea de vida después de la muerte. Cree que lo que sigue es un lugar donde las palabras ya no significan; el fin de la vida es la semiótica del vacío.
Muchos de sus amigos le dicen que es una buena persona y su chica le dice que lo quiere. Pero sobre el balcón – y sobre cualquier lugar – le pesan más sus defectos; esta madrugada los piensa, los reconoce y cree que siempre se escuda en ellos.
Tal vez, de ser una persona más feliz, no tendría esa lista para quedar en silencio. Pero, ¿qué es una persona feliz? ¿Qué hace a alguien feliz? Porque él encuentra gusto en la idea de que está a centímetros de callar para siempre o volver a lo de siempre. Que un segundo antes fue el pasado. Qué un segundo después será el futuro.
Mientras mece los pies en el aire, piensa en una canción: 2:45 AM, de Elliott Smith. Faltan 23 minutos para la hora que dicta la voz melodiosa del nigromante de Nebraska.
Luego piensa: “¿Ya es momento de dejarme ir?”. Pasan los minutos. Mira hacia abajo y ve el suelo tan cerca. “Doce pisos”. Trata de recordar la fórmula para calcular la aceleración. “En menos de un minuto todo será negro y mamá va a llorar, mi novia tendrá que ir a terapia, Martín se va enojar de no verme en la oficina, Buster no tendrá croquetas”. Hace un recuento rápido de las probables reacciones tras el impacto. “¿Ésta será la ropa ideal?”. Voltea a ver su camisa de los Flaming Lips. “Do you realize we're floating in space?”. Sabe que su impulso hacia adelante o hacía atrás cambiará destinos. “Do you realize that everyone you know someday will die?”. Canta la canción. “Let them know you realize that life goes fast”.