Es un relato cinematográfico que disecciona, en primer lugar, la mirada. Cuando percibimos las habitaciones en las que los otros construyen sus oraciones, ven sus series, se bañan a sí mismos ¿Qué miramos? En la mayoría de los casos: sujetos. Y eso nos parece tan cotidiano que asumimos no puede pasar de largo.
Esta película es justo sobre lo desapercibido. Hay un juego, muy serio y cómico, de mostrarnos los pasillos de los lugares que compartimos con otros y como los evitamos aunque les digamos buenos días, tengo un hijo, necesito ayuda. Pareciera que a pesar de la convivencia está en nosotros la necesidad de que se perpetúen en el rol exclusivo en qué los necesitamos.
A través de las preguntas que hacemos, a la hora de entrada al trabajo, a la hora de salida está un: llenar las respuestas. No las que nos ofrecen, sino las que son corteses y breves. En las cosas que increpo en terapia siempre está eso ¿Cómo no nos comunicamos a pesar del encuentro que nos ocupa diariamente? En tonos verdes y grises, como las ciudades, está La camarista.
Pero también se tiñe de rojo: en medio de todos los blancos que utilizamos para limpiar, cubrir, cobijarnos, hay un dolor que vamos pasando igual que un vestido que nos queda por igual: la soledad, la precarización, la muchedumbre. Por eso, es posible referir la cinta como una herida. Una que necesitamos que nos ocurra.