La ciudad más visitada del mundo por Sandra Fernández

Casi todo lo aquí comentado es ficción,

con la clara excepción de la parte del jugo.

El jugo sí me costó 50 pesos.

 

Como siempre en la vida, te vas con prejuicios por el mundo. Sales de casa y piensas que la distancia de por medio es precisamente el remedio infalible al tedio de la cama y el escritorio. No importa el destino, o eso crees, y te dejas llevar. Tomas la maleta más o menos hecha, dejas olvidado el cepillo de dientes, llevas más ropa de la que necesitas, y le apuestas a ese lugar tan de moda, a esa fotografía repetida de Instagram.

El camino se vuelve grato porque tu compañía es amena, y aunque sabes que odias viajar, que lo tuyo es pisar fuerte y no despegar los pies del suelo, tu cuerpo tiene esa sensación de que las leyendas sobre esa ciudad son todas un decreto divino. Un lugar para el romance. Un sitio para echar a volar la imaginación. Una vuelta al pasado. Una cuna para el arte. Un montón de promesas. El sitio que habías estado esperando: La ciudad más visitada del mundo.

Los anuncios de internet obsequian más fe de la que se podrías encontrar en un convento. Todas las calles te resultan familiares, es un sitio que se parece a todos los sitios. Estrechas pendientes coloridas en las que no se puede caminar de a dos, cielos amarrados por los cables de la luz y el teléfono. Ves sobre tu cabeza y encuentras el númerotanto en la calletalcuál, pero no era tu calle ni tu número, y María Trinidad te abre la puerta y la cochera, y usa el acento español de la región que no conoces. Pero tienes hambre, tanta hambre, y ella habla rápido, y sonríe. Es muy amable. Lo sabes. Agradeces el gesto y caminas hasta el centro, a casi dos pasos, buscando algo para desayunar o comer, o lo qué sea que se adecue a ese horario. Tu acompañante te dice que tú también eres española, por qué no hablas así, no seas tan aburrida. Lo observas con desdén mientras el estómago se te hace bolita y la tripa grande se come a la pequeña.

Dan con el lugar, de entre todos los que hay, ese precisamente. Y comen sin hablar, y los tantos meseros preguntan con insistencia si necesitan algo. Ante eso podrías decir muchas cosas distintas, pero no lo haces, sólo sonríes, das las gracias, y tratas de seguir comiendo. Llega la cuenta. A pesar de que siempre supiste que aquello era caro, no esperabas esa cifra. 50 pesos por un jugo de naranja. Espera, eso no era un jugo de naranja, era agua con pulpa artificial, no sabía a nada. 50 pesos por eso. Pero a estas alturas no importa. Sólo quieres seguir. Las calles son una diagonal que apunta al cielo. Todas las casitas parecen la estampa de un nacimiento. Entre aquellas casas iguales te has perdido. Dieron con una biblioteca chiquita, una que parece tal cual la biblioteca de un pueblito perdido en la inmensidad de México. Todos los títulos están en inglés. Todos los letreros, dentro y fuera, son en inglés. De aquí, dicen, brotó la independencia de tu país. Extraño. Todos aquí son de todos lados, menos de México.

Pero no te quejas. En el fondo has descubierto el paraíso de los sugar daddys, y aunque te sientes acompañada, en el fondo te sabes bien sola. Aquí todo cuesta, pero María Trinidad tiene un jacuzzi, que puedes usar, ella te lo dice, úsalo, en sujetador y braguitas. Pero no logra convencer a quienes arriban. Prefieres irte a las suites, las reservadas con antelación. Y le das las gracias, y partes. Te abre la puerta del cielo una sonrisa que suena a olé, con 15 años de hacer paella a la pura manera profesional, con un encanto que le brota como el sudor a los futbolistas en un clásico, don Jorge Salas y su Casa de las conservas. El lugar es un sueño. Se siente como un sueño. Y mientras sueñas, te lo puedo jurar: alguien que pretende no quererte te hace sentir que lo hace, te lo dice: Te quiero. Y suena: Qué bonito cuando te siento. Qué bonito pensar que estás aquí, junto a mí.

Te atrapan las cascadas de viejos que luchan contra la resignación, las calles son una especie de ventana al círculo del retiro anticipado, como si se tratase de fuentes de la eterna juventud. De un momento a otro topas la casa del Nigromante, sacrificas una nieve de mango para entrar a ver esos murales, y después una exposición tras otra. Y la demanda de los pintores resulta tan escueta ante tus ojos: aunque las formas se muestren distintas, todos los fondos son luces del mismo voltaje. Así pues, el camino endulzado con toros de metal y tunas musicales se va oscureciendo, pero espera, aún queda un poco de sol. Subes a ese tranvía. No sin antes haber esquivado a todos esos diseñadores promesa del orgullo mexicano, con sus playeras de 500 pesos que no tienen más novedad que Frida Kahlo y muchas calaveritas.  La gente dentro es demasiado blanca. Paran en las redes sociales de antes: esos lavaderos. Y aquel enorme verde que mancha la ciudad de paz. Otra pausa. Han llegado al mirador. Todo suena: los vendedores de artesanías, los turistas y los viajeros, las cervezas y los dulces, y el click al pecho de tu pecho que estrepitosamente dispara la cámara.

La cálida dicha de que el vino y una coca-cola te cuesten lo mismo, y la sorpresa de descubrir una terraza llamada 007. En la que, por supuesto, solo ibas a encontrar un montón de sugar daddys. Justo ahí ameniza un joven y su guitarra, y en su brazo otra guitarra tatuada, aunque más que guitarra era una sirena: la calle de las sirenas. El sonido de una trompeta que resulta en la parábola imaginaria de su boca. ¿Te sabes una de Sabina?, le dicen, pero sus años sólo le ajustan hasta los Enanitos verdes. Te darán una cerveza y te repartirán anécdotas, te contará que a él también le dieron las 10 y las 11, las 12 y la 1, las 2 y las 3. Y sonríes. Esperas. El teléfono se queda sin pila, y regresas al silencioso hotel para convertirte en ruido.

Un bondadoso desayuno abraza tu mañana, las atenciones de todo el mundo te hacen sentir realeza. Vuelves y descansas. Descansas de verdad. Tomas el último aliento y buscas el museo que más habías esperado. Ves un ajedrez con figurillas de indios y españoles, una esquina sola de lucha libre, tus ojos brillan con la intensidad misma con la que brilla el pelo de las muñecas. Lotería. Carnaval. La remembranza de haber sido un niño. Y, de nuevo, una vitrina toda y completita para Frida. Y en este trayecto descubres dos cosas: en primera que sí existe un café que supera a tu café favorito, y en segunda, que los hipsters arruinaron con su fanatismo al precio del mezcal.

Esperas una semana entera antes de hablar de la ciudad más visitada del mundo. Justo pretendes ser sincera: no te ha gustado nada, a decir verdad, Zacatecas es  lo mismo, pero más barato. Y uno de Zacatecas viene y te dice ¿Sabías que allá, en la ciudad más visitada del mundo, no hay una puerta igual a otra?, y entonces tu decepción se convierte en poesía.

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