La cura Elsa Nidia Mauricio Balbuena

Esta lectura fue parte de #TodoSuma

Fernanda, la vecina, está tocando la puerta. Seguro algo quiere. Vive justo frente a nuestra casa, pero nuestra relación cabe en las buenas tardes que nos damos cuando salgo a comprar algo y me la encuentro sentada junto a su puerta, tomando aire. Por eso hoy, que la he visto cruzar la calle, anticipo el motivo. A veces me pide agua, porque se la cortan cuando tarda en pagarla, aunque la mayor parte del tiempo me busca por dinero. Si accedo es únicamente por Moni, su niña, que está enferma. En el seguro le diagnosticaron un síndrome no sé de qué. Fernanda no supo decirme bien. Además, con esos nombres alemanes o franceses que les ponen, y mi poco conocimiento sobre medicina, no dimos con bola. Pienso en todos esos pobres niños por los que las enfermedades más raras hoy pueden ser nombradas.

Abro la puerta. Fernanda se muestra efusivamente alegre.

 

―Ay, Ofelia, discúlpame que te moleste, es que… ¡fíjate que ya encontré la cura para lo de la niña!

―¿A dónde la llevaste? ―le pregunto, visiblemente asustada en cuanto escucho la palabra “cura”. A pesar de mi ignorancia, sé que lo de su hija no puede revertirse sino tratarse, como le han dicho los médicos. Y eso tomando en cuenta que de todas formas la pobrecita tendrá que aprender a caminar con la cadera y las piernas desviadas.

―Con una bruja ―contesta, orgullosa―. Me dijo que me le hicieron un trabajo a la niña, por envidia. Y ya ves que su papá me dejó cuando nació… pues la señora me aseguró que era por lo mismo. Van tres veces que vamos, pero que necesita una cuarta curación y pues ando consiguiendo el dinero, porque cada vez que se la llevo son mil pesos. Por eso vine a preguntarte si no tendrás aunque sea unos quinientos que me prestes, para completarle la otra cita.

 

Yo me quedo callada. Me sorprende que deposite con tal facilidad su confianza en alguien que no conoce ni de ortopedia ni de cirugías, y mucho menos de síndromes con nombres en idiomas extranjeros.

―¿Ya no la seguiste llevando al médico, entonces? ―le digo sin ocultar mi desconcierto.

―Chingados doctores, ¿para qué? Me dicen que toda la vida voy a tener que estarla llevando, porque necesita…

―Terapia y rehabilitación.

 

―Pues sí. Pero están locos, ¿cómo no me dijeron que se podía curar más pronto? Ya nomás por sacarle a una el dinero, si acá la señora me dijo que máximo en cinco citas le deshace el trabajo.

Suspiro. Puedo decirle que espere y traerle el dinero, porque lo tengo, pero eso sería hacerle un mal a la niña. Fernanda podría ganar tiempo si toda su inversión fuera destinada al tratamiento correcto. Entonces recuerdo a mi primo.

―Híjole, Fernanda ―me apresuro a decirle cuando descubro sus ojos brillantes esperando mi respuesta―, ahora sí te voy a quedar mal. El mes se me complicó y apenas y salgo. Pero tengo un primo que sabe de las cosas que le pasan a tu niña. Vive en la ciudad, aunque estoy segura de que, si le digo, nos hace el favor de venir a verla. Ya después yo me arreglo con él por lo de la consulta. Él ha tratado a muchos niños como Moni. Es especialista en ese tipo de enfermedades.

―Mi hija no está enferma, Ofelia, está embrujada. Y me sorprende que con lo víboras que son en este mugre pueblo dudes de que le hayan hecho algo. No te apures, voy a ver dónde consigo el dinero, porque me duele mucho ver así a mi niña. Pero si le ajusto las otras dos citas, me la va a curar, vas a ver.

 

Le digo que sí con la cabeza, mientras sonrío, ya sin ánimo. Al verla entrar a su casa, quiero gritarle que, si la bruja le cura a la niña, si le endereza las piernas, le devuelve la vista y le corrige la malformación en el cráneo podría ayudarle a pregonar la llegada de un nuevo Mesías con rostro de mujer.

Dos días después, me despiertan las campanas de la iglesia. Son repiques, del tipo de combinación que anuncia la muerte de un niño pequeño, un angelito, como acostumbran decir en el pueblo. Me levanto enseguida, camino hacia la sala y muevo sigilosamente la cortina de la ventana que da a la calle. Hay una carpa afuera de la casa de Fernanda.

Me dispongo a regresar a la recámara cuando veo salir al sacerdote. Saluda de lejos a quienes están sentados y se retira. Cuando ya sólo lo veo de espaldas, mueve la cabeza en señal de negativa y acelera el paso.

Yo me apresuro a vestirme. Voy a darle el pésame a Fernanda. Mientras camino los pocos pasos que separan nuestras casas, deseo con todo mi ser que el cura le haya recordado todo eso de que estamos en tiempos del perdón, para que me perdone por no haberle prestado los quinientos pesos.

La busco entre la multitud y, cuando la distingo, espero a que termine de platicar con la señora que la acompaña, a quien, a pesar de mi esfuerzo, no logro reconocer. Apenas termina de hablar, sale como alma que lleva el diablo, cubriéndose la cara con el rebozo. A su paso deja un aire rancio y extranjero. Una visita por compromiso, quizá. Condolencias de a mentiras.

Me acerco a Fernanda. Antes de que se me ocurra decir algo, me clava la vista. Con las lágrimas ya escurridas y a punto de secarse, me toma de los hombros y me susurra al oído que aquella mujer que he visto pasar es la bruja que atendió a su hija. Luego, como quien anuncia una verdad al mundo, me dice que si la niña se fue es porque Dios la quería a su

 

lado. Eso le ha dicho aquella señora. Entonces me descubro a mí misma imaginando que tal vez sí, ese trabajo, ese embrujo que le hicieron era parte de un plan perfecto para que Moni, un ángel perdido, se reencontrara con Dios y volviera al cielo. Lo más triste de la situación es que Fernanda nunca estará segura de todo aquello, porque, así como cree en Dios, cree en la bruja y en la maldad de las personas. Y a ella siempre le han tenido envidia, me dice cuando por fin puedo abrazarla.

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