La florida Por: Ricardo Tres Cuervos

Hoy es un buen día. La frescura de la mañana y el cielo despejado así lo anuncian. Puedo sentir en el aire el aroma del verano. Desde antes de salir ya iba conociendo el calor del sol, el frío de la noche y la humedad de la lluvia. En la oscuridad no me quedaba otra cosa que el tacto… Y el oído, pero de qué sirven los sonidos si no se puede saber qué los produce. El tacto lo es todo en las sombras. Pero afortunadamente logré hacerme espacio aquí, pude tener un huequito propio para apoyarme sobre las hojas, el pasto y hasta las ramitas de los árboles. Por fortuna me tocó abajo de un buen árbol, frondoso y alto. Entre las ramas se asoman cachitos de cielo por aquí y por allá. En el día, la luz que se cuela entre sus hojas baila de un lado a otro y me alegra la vista. En las noches veo algo lejos o algo cerca el resplandor naranja de las luces de la ciudad. No entiendo bien qué será la ciudad, ni cómo sé lo que sé, sólo imagino que ha de ser bonito vivir allá, seguro hay muchas cosas que ver, que escuchar y que sentir.

 

Es verano, sé que es verano, las cigarras cantan bien tranquilamente y me arrullan con su sonido. Aquí hay una malva, así me lo dijo. Me dijo que su nombre era muy antiguo e impronunciable si no se tenía sangre de clorofila. Yo me reí mucho con esa palabra, se me figura verde, pero a lo mejor es sólo porque es verano. Me dijo: «Ustedes nos llaman malva». Le pregunté si así nomás, quizás había querido decir «malvas» porque son muchas y me dijo que no, que todas ellas eran una sola, no como nosotros. No sé bien cómo logro escuchar su voz, debe ser porque crece aquí dentro, cerca de mi oído. Sus raíces me hacen cosquillas en el cuello y las flores brotaron por mis cuencas provocándome una risotada que estalló colorida.

 

Lo mismo pasó el verano pasado, con la hortensia, pero en aquel tiempo yo todavía no veía bien la luz, aunque ya sentía que el aire estaba cerca. Así pasó con las orugas que habitaron en mí cierto tiempo. Dormimos juntos la pereza del capullo y cuando fue tiempo, salieron mariposas. Yo me encariñé con ellas porque recorrían mis huesos y sus patitas me traían muchos sentimientos que no sé bien explicar. Cuando ya no eran orugas, sino mariposas, revolotearon alegremente y con sus voces me animaban, prometieron que volverían el siguiente invierno, a tiempo para nacer oruga y dormir de nuevo capullo hasta el siguiente verano. Iban a recorrer la vida, me dijeron. Yo me quedé con ganas también de revolotear por ahí. Quizás por eso fui moviendo los huesitos, poco a poco, hasta que alcancé a sentir el viento. También la lluvia me ayudó, yo ya oía el ploc ploc ploc de las gotas, plic, ploc; pero en primavera que llovió tanto, quise cantar a su ritmo y me atraganté de lodo. ¡Ay! ¡Qué risa! Entre toses y carcajadas logré sacar la cara comiendo tierra, mordiendo el polvo. Y fue cuando por fin pude asomarme a este mundo tan lleno de vida.

 

Hablo para mí porque es bonito escucharme. Abajo sólo se escuchan murmullos y susurros, pero a veces no sé distingue de quiénes son. Pregunto y a veces contestan, pero las pláticas conmigo son más alegres, sobre todo desde que encontré este luqarcito entre estas raíces tan comoditas, hasta parecen una cuna. Quién sabe qué sea eso.

 

¡Oye, tú! ¡No te asustes! ¿Por qué esa cara? ¡No huyas! Nomás era mi manita diciéndote que vinieras, quería verte mejor. ¡Jajajaja! ¡Ay, debió haberse asustado con mi risa! Pero es que no lo puedo evitar, es verano y hoy es un buen día.

 

Tan rápido se fue el tiempo, ya viene el atardecer, es más hermoso desde que veo los colores en las nubes. Antes de irse, el sol pasa, me guiña a través de las ramas del árbol y empieza a pintar las nubes para que yo sepa que ya se va, que mañana vuelve. Los amaneceres son radiantes y maravillosos, se nota cuando todo se vuelve oro; pero los atardeceres son hermosos y diferentes, hay algo difícil de explicar en ellos. Nostalgia, me dijo alguno de los de abajo. No sé cuántos días llevo aquí, pero todos los días son uno, tan extraordinariamente igual al otro.

 

¡Ay! ¡Ahí viene alguien más! Es raro que pasen personas por aquí y sobre todo se siente la soledad. Así que es interesante tener visitas. Yo conozco ese rostro, no sé de dónde o cómo.

 

Hoy es un buen día. Mi lengua, quemada y perdida en algún otro lado, se traba con algo y de pronto, mi corazón apachurrado recuerda: ¡Amá! ¡Amacita querida! ¡Viniste, llegaste! Sus ojos se llenan de lluvia y niebla, me agarra de los jirones de ropa que quedan y mi cuerpo recuerda… El trabajo, el hambre y el dolor, cargar a los niños, batallar con la vida, las noches solitarias y en compañía, los días de descanso y el cansancio. ¡Amá! ¡Soy yo! ¡Quítate esos guantes que quiero sentir sus manos! ¡Ábraceme amá! Así cerquita como la primera vez que me abrazó. En algún lugar de mis huesos, reverberan sus latidos y de pronto tengo vida. Y mis sesos desparramados en algún lado recuerdan: la noche, el día, el momento en que llegaron por mí, yo no los conocía, pero ya sabía, lo sentí en mis vísceras que perdí. El miedo se me arrinconó entre la garganta y la panza y sólo salió a borbotones por hendiduras en mi piel. Me arrancaron de entre los míos, como cuando los niños arrancan una flor, sólo una flor de entre todas. Yo ya sabía que no volvería, pero en algún lado de mis ojos, de mi boca, de mi pecho ahora vacío, se guarecía la esperanza de volver. La luz se extinguió y empezó la larga noche que ya terminó. ¡Amá! ¡Amacita! No me suelte, no me deje otra vez aquí, porque, aunque nunca me lastimó la soledad, te extrañé y no te quiero volver a dejar. ¡Adiós raíces, adiós malva, adiós hortensia, adiós mariposas! Las encontraré en otro lado, pero por ahora, me quiero quedar en este nuevo lugar que he encontrado en el regazo de mi mamá.

No llores amá, soy muy feliz. Espera a que los de allá abajo sepan que nos encontraron. Hoy morí y hoy nací. Hoy es un buen día. Es verano.

 

 

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