El tráfago me envolvió al salir del trabajo. Logramos salir una hora antes de la función. Me saturé del barullo que se estrellaba contra las paredes del Mesón de San Antonio; cláxones de gente imprudente y centenares de canciones que salían de los establecimientos tan drásticamente distintas entre sí creaban interferencias sinfónicas que taladraban mis oídos. Con paso apresurado, crucé el Jardín Unión donde me asaltó la anacrónica estudiantina invitándome a una callejoneada. Ya es costumbre que por mis ojos rasgados piensen que soy oriental; si supieran que soy de Silao de seguro me sacan la vuelta.
En la furia del tiempo, quedaban huellas de los neumáticos manchando la tranquilidad mental. Desde hace tiempo evito ver a las personas a los ojos; hay tanta confusión que ya no distingo qué tipo de emoción transmite cada una; incluso dudo de lo que realmente siento.
¿Podría llamar “ira” a la impotencia de no poder regresar el tiempo y deshacer lo hecho? ¿Ira? Qué palabra tan insuficiente para la inmensidad de un sentimiento insoportable, cuyo grito incontenible hace hervir la sangre caliente que te sube hasta la sien. De golpe me llegó el olor de la cebolla acitronada de un puesto de hot-dogs; supe que la ira venía del hambre. Tragué saliva y yo misma me dejé tragar por el tránsito de los extranjeros. Faltaban tres minutos para que iniciara la función; apresuré el paso que se había aletargado con los olores a carne asada, pastor frito, pan recién horneado, sudor de los estudiantes que decidieron volarse las clases.
Justo a tiempo, mi boleto fue toqueteado por decenas de personas antes de llegar al asiento número doce. Me senté con el vértigo de caer de narices desde la parte alta; luego me acostumbré. La ausencia de las luces invadió mis oídos, un silencio seco se apoderó de mis manos y crujieron las cortinas del telón abriéndose.
Peso y levedad
Una opaca y amarillenta luz bañaba la espalda contorsionada de Lince, erguida sobre una madera convertida en utilidad para el humano, de donde surgía la conexión de un dolor que me abrazó el estómago. Me asaltó la impresión de mi inconsciente al notar la incomodidad que me produce presenciar los actos más viles y atroces del duelo. Lince se retorcía en sombra y carne, se erguía en luz y hueso. Con el peso postrado en la corteza amaderada, tiempo tangible evidente de nuestro paso en la tierra, se sentó, al fin, y se elevó dejando caer su peso. Sus pies se despegaron del suelo; por un momento perdí de vista la madera que la sostenía y no supe si Lince nadaba contra el peso o volaba en la levedad del tiempo. No lo pude descifrar. Crujió la oscuridad del fin del primer acto.
La conquista del hambre
El latido del tambor al ritmo del corazón hacía que este quisiera salir del pecho: sonido prominente de la vida. ¿Qué será de su silencio? Lince salió disparada con un puño de dardos en cada mano. Parecía una danza del cortejo de los pájaros desesperados por querer reproducirse: sus pies volaban sobre el suelo como alas tomando el viento de la cintura, furiosos por conquistar, balanceándose para adelante y para atrás, toreando a su presa. Sus poros se hinchaban con una energía incandescente que destellaba en cada salto; la aligeraban sus brazos desplegados en el aire y sus manos sostenían un par de ramos de flores, herramientas que protegen al hombre del peligro, el inicio de la decadencia humana.
Lince, decidida, se abalanzó a la nada y arrojó, uno por uno, cada dardo. Sentí un jalón en los tendones de mi hombro al ver el movimiento colérico con que los lanzaba y atravesaba con fuerza desgarradora el suelo del escenario. Se dejó caer encima de su presa imaginaria y terminó por despedazar el vacío, devorándolo con tanta enjundia que se me hizo agua la boca con solo imaginar la sangre chorreante de la suya cuando destrozaba con sus dientes los pedazos de carne. ¿Qué alimenta la ira?, ¿el hambre de qué? Saciedad, esa era la derrota ¿o la conquista?
Fuego en el alma
En sus manos sostenía una luz intermitente, nacía una chispa punzante, cálida, hiriente. La llama tiritaba de miedo al recorrer todo el cuerpo de Lince. Sentía la flamita punzante en el cuello cuando ella la pasaba cerca del suyo, por su pecho, los brazos, el abdomen; tiritaba de incertidumbre y desarraigo. Sus manos dieron refugio al pálpito temeroso de la llama del porvenir. Ni siquiera era fuego, luz artificial intermitente; pero sentía el calor palpitando en la yema de mis dedos y un escalofrío se apoderó de mi piel dejándome electrizada.
Con miedo a apagar por accidente la llama apenas engendrada, miedo desconocido que invadía las entrañas, Lince bajó despacio, con sumo cuidado, la flamita hasta colocarla en el suelo y posicionarse ella de cuerpo entero en el suelo helado. Sentí el escalofrío en la espalda solo de verla acariciar el piso con sus piernas desnudas y blancas. La flamita se fue apagando poco a poco, desprendiendo un humo que solo mi mente era capaz de ver. Ella, con su dedo, lo tomó de un extremo y lo dibujó azulado con movimientos circulares engendrando un remolino chirriante y delirante al ser arrancado de la flama. Lo mantuvo vivo, excitante y lo atrajo a su boca deseosa de fuego; lo colocó tiernamente en sus labios y, de golpe, lo tragó completo. Sentí mi garganta quemándose, como cuando tomas a pecho un sorbo de mezcal, a la brava; sentí el ardor recorrer mi garganta y, cuando llegó justo bajo el corazón, el humo hizo llaga y vi encenderse las entrañas de Lince revolcándose en el suelo ¿de dicha o de dolor? Engendró, así, su cuerpo junto al fuego, la insoportable sensibilidad de su ser. En su interior se consumieron sus pudores y de su cuerpo contorsionado y rígido resurgieron movimientos ligeros, plumas en sus extremidades, que penetraron el tiempo mientras el vibrato del órgano musical que sonaba al fondo se volvió punto de concentración para potencializar todo sentido. Erguida completamente en posición fetal, alabó entonces al fuego, su consciencia, el sabor de su existencia, y entonces resurgió la flamita intermitente, artificialmente tangible.
Tráfago humano
El sonido de la humanidad consumida por el paso del tiempo atropelló mi vientre. El ajetreo de un mercado estalló entre los asientos del teatro y sentí el peso de la masa social concentrada en mi cuerpo de mujer. ¿En qué momento engendramos a toda la humanidad? Solo de escuchar el tráfico de voces, percibí los olores fétidos de la sangre seca pegada a los suelos mezclados con el grasiento olor a aceite quemado de las gorditas de maíz, la humedad de la calle y el sudor del proletariado matándose a cada paso por conseguir el sustento diario. Tantas imágenes me asaltaron a la cabeza, gente subiendo y bajando las escaleras de los túneles donde los orines se mezclan con el limpiador de lavanda. Pero solo estaba Lince en el escenario, postrada sobre una mesa cubierta por un mantel blanco. Sentí la pulcritud del mantel contra la piel de mis rodillas, el rose de la tela porosa en mis manos, en la planta de mis pies; ella y su máscara puesta al revés. ¿Qué somos debajo y delante de la máscara que nos obligamos a portar? ¿Quién se salvará de sí mismo?
Sus brazos abrazaban el ruido, el tumulto, los gritos y los olores; se erguía. Su cuerpo se frotaba contra la tela que atraía hacia ella todo movimiento; cada palabra, quejido, engendro humano tangible y creación que brota del inconsciente. ¿De qué nos arrepentimos cuando nos libramos del pecado? Pasiones y tentaciones se penetraban en su piel corriendo por su vestido levantado hasta los lisos muslos por los movimientos desesperados de sus piernas; quería encontrar su propia salvación o la de otra ella que nunca entendió por qué no fue voluntad suya serlo. Vuelve a abrazar el suelo con un movimiento brusco y resurgen sus pasos rígidos iniciales, vuelve a la madera, a la silla, al punto de partida; vuelve porque ya no tiene a dónde huir hasta que otra tentación le nuble la vista. ¿En verdad quieres salvarte? Si salvarse significa regresar al principio, que me consuma el infierno de la llama que incendió mi corazón, no importa cuánto dure, me quedo con eso.
No recuerdo en qué momento salí del teatro, me consumí junto a las masas desesperadas por hablar de la presentación. Las piernas me temblaban por la rapidez con que quise volver al presente. No tardé en recuperarme. Volví al tráfago incesante del que soy parte, sentí el calor de nuestro propio remolino apresurado, consumiéndonos a cada respiro, a sorbos, con cada mirada indiferente. Sentí el frío en la planta de los pies al ver a un niño de cuatro años descalzo pisar el adoquín pegajoso y sucio de… no quiero saber. Camino de nuevo apresurada, los pies en la tierra y la mirada indiferente; justo así aletargo mi llama; vive, pero no lo suficiente para consumirme por completo; puedo sentir aún la llaga del otro; solo así me consumo menos.
Compañía de Danza Experimental de Lola Lince
El sentimiento del tiempo
21 de octubre de 2022
Teatro Cervantes
Fotografía: Germán Romero (cortesía FIC)