A ti, voz detrás de la puerta
que nunca abrirá.
¿Cuántas veces la has leído? Pierdes otra vez la cuenta aunque esta vez prometiste no hacerlo. Insisto, lo olvidaste. Son muchas líneas que ella escribió en esa carta. Es más fácil contar aquellas ocasiones donde menciona tu nombre o se dirige exclusivamente a ti, pero no, prefieres leer palabras con dedicación a otros que no son tú.
¿Qué te motiva leer su carta una y otra vez? Cierto, la lluvia. Es ya la temporada en la costa y te encanta leerla mientras las gotas de océano celeste golpean la puerta de tu casa. Tienes una creencia, ya olvidaste en qué momento se convirtió en tu dogma; que es ella en la entrada de tu casa esperándote a que abras y permitirle entrar. Esta noche no quieres abrir la puerta. Hoy no quieres decepcionarte, hoy la estás leyendo. Además, sabes muy bien, yo también, que ella visita a otro lugar cuando llueve. No tienes problema en aceptar que ya no estará contigo. Tu casa ha perdido la bendición de la mar y desde entonces navegas solo.
Vuelves a leer la última línea: que el viento dirija nuestra vela a la isla de nuestro reencuentro. ¿Cuánto ha pasado desde entonces? ¿Cinco años, siete…? Ves la fecha de la carta: 8 de agosto de 1812. Es junio de 1819, casi siete. ¿Le escribirás ahora? Es cierto, ya lo intentaste, no hubo respuesta. Esta vez contestará, no puede ignorarte por siempre. ¿O sí? Es imposible. Hasta los pescadores rechazados por la marea consiguen pequeños regalos de ésta para no llegar a la costa con las manos vacías.
Mejor no lo hagas. Sé sincero. Has olvidado cómo escribirle. ¿Qué respuesta puedes tener de ella cuando lo único que puedes plasmar en el papel es: saludos, espero que esta carta llegue al florecer las magnolias y la luna cuide tu andar en la oscuridad? Eso es, tira ese papel y lee su carta otra vez. Tal vez esta noche ahora sí recuerdes su rostro completo.
Siempre fue la mujer más inteligente que conociste, ni se diga la más hermosa. Tal vez la única como el mar. A pesar de que la estás olvidando como la sal cuando abandona el océano al ser recogida por el viento, aún recuerdas algo de su rostro. O al menos eso crees. Su sonrisa sufrió la misma suerte que el resto de su cuerpo. Te perdiste navegando las aguas de tu mente y sabes que el viento no llevará tu vela a donde puedas volver a recordarla. Lo único restante de ella es el cabello y sus ojos. Al primero crees que es negro, envidia del mar cuando refleja el cielo nocturno y, de acuerdo con tus palabras, tan largo que podía cubrir sus pechos. Eso sí lo recuerdas. Los ojos son imposibles de olvidar, no creo que alguien lo haga: ojos de media luna, así los llamaste y así lo hacen quienes le abren la puerta cuando llueve. Justo ahora alguien más así los está llamando. Pero anímate, tienes sus cartas con tu nombre escrito en ellas.
Será mejor que duermas, llegarás después del amanecer a la costa y esta vez sí podrías perder tu trabajo. No creo que eso quieras, el mar es el último lugar donde ella estuvo contigo y ser pescador es un intento fallido de recordarla. Estás a punto de soltar el ancla en el puerto de tus sueños y ceder al sopor cuando alguien toca a tu puerta. Primero los confundes con una serie de truenos pero recuerdas que sus voces no están hechas de susurros.
Tu instinto te ordena abrir la puerta vistiendo sólo tu cuerpo desnudo para soportar el frío. Prendes una vela y ves a una mujer de piel pálida, temblando, sus ropas pegadas a su cuerpo por el agua, como si ésta fuera una segunda piel. Gruesas gotas resbalan por su cabello negro como una cascada y a pesar de la distancia que los separa puedes oler su perfume de magnolias, sal y petricor. Su boca temblorosa te invita a ver el brillo de unos ojos que punzaron en tu cabeza: ambos tienen en el iris la imagen de una media luna.
Ella.
Apenas ibas a pronunciar su nombre cuando sus labios calientes quemaron los tuyos. El calor lo sientes como la primera vez que el sol marcó tu piel al salir de la costa como pescador. La abrazas como quien trataría de sostener una ola para evitar su partida de la playa. De su espalda bajas a su cadera para recorrer sus curvas y encontrar sus glúteos. Percibes cómo tiemblan por el paso del agua en sus ropas y levantas su cuerpo. Ella te abraza el costado con sus piernas y pega sus senos a tu pecho. Separa sus labios y los dirige a tu oído, quieres escuchar su voz pero sólo son jadeos temblorosos que confundes con el débil canto de una sirena hambrienta.
Ella pasa sus dedos a tu espalda para hacer ciclones pueriles o sólo escribe su nombre como si tu piel se tratara de arena en una playa virgen. Tú besas su cuello, su sangre, que corre con la fuerza de un río, bautiza tu beso mientras saboreas el perfume de magnolias que se esconde debajo de la lluvia que la acarició antes. En su garganta están escritos varios nombres que no te importa leer. Así como nadie gobierna las olas del mar, no existe quien reine su vida.
La recuestas en la cama, ves sus piernas moviéndose al ritmo de la lluvia y escuchas tu nombre. Sus brazos abiertos te invitan a acercarte, lo haces y vuelves a besarla. Sus labios ahora son del color de la sangre que habías probado en su cuello. La desnudas con suavidad, como quitarle a la sirena lo que le impide ser mujer. La ves. La recuerdas. Encuentras la estrella del Norte en su cuerpo y navegas por su mar: recorres la curva de su espalda lentamente, primero con las manos y luego con los labios para probar que un mar no sólo fue bendecido con la sal. Ella jadea más aprisa, su viento te lleva a sus piernas que se asemejan a las costas naturales cubiertas de sal perenne. Escribes un poema en cada una de ellas y lo recitas en voz alta para escuchar de ella el viento que te guía.
Besas con devoción sus pies mientras reescribes el poema en sus piernas. Ella gime y se incorpora para sujetar tu cabeza y dirigir tus labios a su pecho. Recuerdas que hay una laguna entre sus senos que hierve cuando intentas beberla. Sientes que ella pasa su mano en ti, la sangre que corre en sus dedos te quita el frío para que no sea la causa de tu temblor. Ahora tú jadeas y ella vuelve a gemir. Así ambos armonizan la lluvia que sigue cantando.
El viento en su mano es más fuerte y alzaste la vela mayor. Vuelven a besarse y el agua salada en sus labios se combina con la sangre de los tuyos y empieza la tormenta. Tu barco cae en el abismo que las sirenas desconocen. Olvidaste la última vez que lo habías penetrado, que sucumbiste al instante. Como marinero sabes que no debes descender al abismo, porque una vez dentro jamás saldrás; pero vuelves a entrar, una y otra vez.
En un instante el abismo se encuentra sobre ti y tus deseos de sobrevivir dejaron de existir. Juraste en tu mente que es mejor sucumbir rodeado del océano que prometiste siempre amar que vivir asfixiado de tierra. Sus movimientos de un mar inquieto por el Leviatán empiezan a dibujar en lo más oscuro del abismo a una antigua diosa olvidada por sus fieles. Acaricias su cabello, sus mejillas, ella lame tu mano, la coloca en sus pechos y después guía tus dedos por su vientre para que puedas sentir el camino que recorrió la vida primigenia al nacer.
Un relámpago marca el final de la tormenta y ella queda dormida encima de ti. Al igual que tú, agua y sal cubren su cuerpo. Su respiración aún es agitada, la cubres con tus brazos sin intenciones de dejarla ir. Tu corazón late en armonía junto al de ella y sólo en ese instante cedes a la invitación del sueño.
Amanece y estás solo. Ves la luz del sol entrar por la ventana y observas cómo los rastros de la lluvia están desapareciendo. La buscas, crees que ella está en la casa. Sólo el silencio te da la bienvenida. Piensas que sólo fue un sueño, como muchos otros que habías tenido donde ella era la protagonista y tú solamente un espectador. Con la resignación de la noche anterior, secas tu cuerpo y regresas a tu cuarto a prepararte para salir hacia la costa. Antes de cerrar la puerta ves los restos de la vela que encendiste anoche y percibes un aroma a sal, petricor y magnolias que te desean un buen día. Sonríes.
Ella ahora te acompaña.