I
De hecho, ahora que me detengo a pensar sobre la situación, está que nos lleva la parca al cementerio, sabiendo que en cualquier momento algún miserable puede robarnos nuestras vidas. Una especie de comedia trágica en la cual los de arriba, con su cara pusilánime y aprovechándose de cualquier desgracia, manejan con torpeza los hilos de nuestros tiempos. Ya no sé en qué momento la vida se tornó demasiado, vamos, difícil, por no decir alguna mala palabra con la cual me pudieran encasillar, como si aquéllos juzgaran nuestros actos con vara alta y los suyos con una pequeña. Es el riesgo de saber y tener la sensibilidad a flor de piel. ¿Qué podría suceder a estas alturas?: cualquier situación, cualquier acción podría ponernos en una extraña circunstancia, tal vez ajena e indeseable a lo nuestro, y la única certeza es nuestra propia inseguridad, vivir siempre aterrados incluso por el vecino, quien antes nos auxiliaba en los momentos más apremiantes. Esa certeza, un mal que nos aplasta hasta sentir nuestras almas en los pies. ¿Qué males hemos hecho para merecer tantas desgracias o ligeras sacudidas? Por supuesto, cualquiera sentaría su dignidad en un frasco de galletas, pero ya ni los tenemos: diario hay una muerte que nos amarra a una triste realidad.
¿En qué momento las circunstancias fueron miel para la parca? Siempre he creído que la culpa es de todos, hemos creado tejido nuestra propia soga para colgarnos y sentir esa irrisoria frescura, recubierta por una maleza enmohecida y maldita. ¿Estamos malditos? En realidad, no es una sino más bien la consecuencia lógica de nuestras acciones y negligencias, al parecer no hemos aprehendido lo aprendido. Más que entender, comprender nuestra situación de seres vulnerables. Cada día, alguien muere y las reacciones se han vuelto diversas, desde un humor tan oscuro y ácido que puede molestar hasta las lágrimas al sentir una impotencia de querer vencer a esa hiedra cuyas cabezas son las suficientes para mantenernos cerca del desfiladero. Hemos mirado siempre nuestra oscuridad y no hemos hecho lo suficiente, aunque la credibilidad de nuestras acciones pueda ser discutibles, incluso las mías. ¿En qué momento los sueños se han vuelto en un impedimento para nuestra felicidad?: comprar, por ejemplo, una casa y darle las atenciones necesarias a nuestros hijos para que no crezcan en la precariedad y esas acciones, por dejar de lado esa impertinente palabra (sueños), se han vuelto en una miel para pillos y miserables. No me malinterpreten, estoy hablando de quienes se aprovechan de nuestros espíritus para obtener algún beneficio; entiendo la existencia de ladrones que roban, debido a circunstancias desiguales e incomprensibles algunas veces, para alimentarse e incluso a sus familias; entiendo el dolor y el caos imperantes, pero no logro comprender tales acciones. Ladrones robando ladrones, egoístas perjudicando al trabajador, justos pagando por pecadores. Estamos abandonados, a merced de la parca que estira sus manos con constancia y no la culpo, más bien me disculpo con ella: le hemos dado muchísimo trabajo, pues nuestras acciones humanas han producido este descontrol. Decía, no logro comprender estos fatídicos hechos y, al menos, el humor me resulta un almohadón de plumas para suavizar el golpe.
Esto más bien no tiene sentido, pues en principio ni me conoce, sólo soy el eco de su propia voz mental que repite lo escrito, un ejercicio maquinal y mental que vuela tanto como yo nado en el mar, tan sencillo como ajusticiar a un ladrón que roba el pan para sus hijos y tan complejo como un rico roba al pobre y al trabajador. No obstante, estas líneas no tienen sentido si se toma en cuenta que ahora estoy bailando con la parca, en un vasto caldo de espíritus y sombras que, al parecer, unos se lamentan y otros agradecen. Ya no estamos en esa luminosidad, sino en otra más bien cálida y silenciosa. Podemos escucharnos, al menos nuestros. Si se pregunta cómo es esto, relea todas las líneas hasta ahora y sienta esa lúgubre presión que nos lleva al Ojo de Dios. Por supuesto, no hago comparaciones con Él, más bien comparo ese murmullo que escuchamos cuando leemos o pensamos en algo con importancia. Así nos escuchamos, entre murmullos y no se trata de que nos leamos la mente sino más bien nos escuchamos. Uno de ellos me pregunta la hora y le recuerdo que entre nosotros hay un infinito en la cual nos adherimos al manto de la Parca. Somos las estrellas de la Guadalupana, escucho a una anciana, nos perdemos en un profundo azul pero aún así estamos unidos por lazos. Dios aprieta pero no ahoga, incluso estando en este mar amniótico, unido al lienzo que recubre el esqueleto de la parca. Dios nos aprieta en la muerte para unirnos en una eterna danza. Aunque, al parecer, es siempre un delirio pues siempre repetimos el dolor. No quiero ni imaginar cómo lo sobrellevan los espíritus sensibles. El dolor quiebra, incluso estando en la muerte.
La parca estira la mano en una oscuridad y en la punta de su dedo índice veo una gotita, más bien una lágrima, color pardo y juvenil. Cae en el manto y siento su vibración, es una jovencita y escucho su desconcierto. Asediada por unos animales en cacería, quebrada y con el vientre desgarrado. La misma anciana parece brillar en un intento por tranquilizarla, ahora estás con nosotros, en un caldo viviente de historias y desencuentros. Escucho con atención su historia y me recuerda a la mía, aunque no menos cruda. Todos sabemos que eres un pillo, la anciana dice, incluso sabemos tus pensamientos como tú los míos, sabemos que eres uno, pero no eres el único. Trato de entender porqué me llama así si mis acciones siempre fueron en pro de quienes amo y ella no responde, ya no la escucho más. Sólo a la jovencita recién llegada que aún pregunta por sus padres y, entre ese desconcierto, parece llamar a su perro difunto. Aquí no hay animales, dice otro, ellos tienen la virtud de volver a la naturaleza como energía, nosotros somos una masa. Se calla y pregunta por su hermano, muerto años atrás por una larga enfermedad y, en otro lado, alejado y oscuro, le responde. Quiero ir contigo. Nada y sigue mi voz. Después, ajetreo y al final un silencio. Se han unido como hermanos, dice la anciana. Le pregunto porqué soy un pillo y otro me responde que soy lo suficientemente hipócrita, pero aún así no me juzga, pues es una actitud de quien no sabe cómo reaccionar ante una situación así. La hipocresía es una parálisis. ¿Ser juzgado por los muertos? No lo vi venir. Nadie lo hace, hay muchos así, tampoco te compadecemos, esto es un mar. Nadar con la corriente y no parar hasta que los sueños nos vuelvan y el tiempo se vuelva medible.
¿También los muertos sueñan? Muchos sueñan con salir pero es imposible. Estamos adheridos a nuestro destino. La joven le pregunta si continúa enfermo y el hermano dice que aquí no hay enfermedad, sino la virtud del silencio y el murmullo de otros correlatos. Niña tonta, estás muerta ¿qué no lo entiendes? La anciana grita que se calle, su acidez no lo vuelve único, sino más bien innecesario. Ella lo vio cuando vino y se refugió en su seno y lloró largamente. ¿Lo recuerdas? Sí, lo recordamos, esa vívida imagen de su gota cayendo, roja y recubierta por la angustia y la culpa. ¡Qué sabes de la vida si eres un suicida! Lo suficiente como actuar a conciencia de que el mundo no vale más que para adherirse al manto como moscas. No es el único, sólo piensa como si lo fuera. ¿Hermano? ¿Cuánto tiempo has estado en esta oscuridad? Hemos estado lo suficiente para compensar nuestros años en la luminosidad y encontrar la resignación. El precio de no estar enfermos ni sanos. Esto no es el Purgatorio, es más que un simple espacio de purificación, es un encuentro. ¿Cómo fue que moriste?, pregunta uno, los hipócritas suelen hacerlo en soledad. Moriste con una culpa por no haber sido lo suficiente para una mujer. Lo niego y saben que es cierto, aunque me parece risible esa clase de comentarios si todos estamos unidos, en un largo tejido. Estamos amarrados pero algunas veces disfruto escuchar que otros asuman sus actos. Tan jodido es estar muerto. Depende de cómo lo asumas.