La Palabra Por Melbritte

Entre el primer y el quinto año de nuestro desarrollo infantil nos fue dada la palabra, considerada signo de humanidad. Fuimos tambaleándonos en nuestro esfuerzo por hablar mejor hasta que se volvió automático; se convirtió en un hábito. Como con otras habilidades, comenzamos a dar por sentada la palabra y frenamos nuestra mejora.

¿Cuál es el propósito de la palabra? Podemos comenzar a contestar esta pregunta recordando a nuestros parientes filogenéticos más cercanos: los chimpancés. ¿Cuántos no se han sorprendido de saber que estos simples simios tienen cultura? Distintas poblaciones de ellos usan distintos tipos de herramientas, distintos ritos de cortejo, distintos hábitos higiénicos. Todo ello porque los chimpancés son muy hábiles para transmitir información de una generación a otra y logran esto gracias a su gran instinto por imitar el comportamiento de otros. Allí donde uno toma una vara para diestramente pescar un bocado en un nido de termitas estará otro observando. Animales ciertamente llenos de curiosidad.

Sin duda la curiosidad es una de las más grandes virtudes humanas; no es, sin embargo, una cualidad que haya llevado a los chimpancés demasiado lejos. Uno de los secretos que guardamos los humanos es un instinto. Este instinto es compartir. Los humanos, a diferencia de los chimpancés, nos complacemos plenamente al compartir nuestras experiencias; ellos no. Supongamos que en algún momento, algún simio descubrió el fuego. Este impresionante especimen debió sentirse muy bien. Inició una que otra fogata y allí quedó la cosa, porque nadie estaba allí para verlo. Murió con su secreto. 🙁

Una buena parte de las razones por las que los humanos logramos toparnos con la maravilla del lenguaje fue que teníamos un deseo ardiente por compartir lo que vivíamos. Y lo compartimos a través del tiempo porque creímos una y otra vez que nuestras experiencias eran importantes.

Hoy en día prevalece la noción de que nuestras experiencias son insignificantes. Las personas sienten que su voz no resuena. Un suspiro entre miles de millones. ¿Qué importa esta anécdota? ¿Esa idea? Suponemos que lo que se sitúa en debajo de nuestras narices no importa demasiado. Tenemos, sí, el vigor para coversar con nuestros amigos y familiares; pero ir más allá de nuestros círculos cercanos es fastidioso. Sin motivaciones lo suficientemente grandes para destilar lo valioso de nuestra vida en palabras, no sorprende que las personas se sientan conformes con su habilidad para hablar.

Hay cosas realmente valiosas en nuestras experiencias personales. Por supuesto que somos seres limitados, pero son precisamente esas limitaciones las que nublan la visión del potencial que cada uno de nosotros tiene. Hay que, entonces, acordarnos de la palabra y esforzarnos por volvernos más competentes al usarla. Hay que tomarnos más seriamente las palabras de los antiguos, que creían que hablar nos hacía un poco más como los dioses.

 

 

 

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