Como cada año, este día y su particular festejo inundó las redes sociales de la etiqueta #PoetryDay, acompañada de los versos predilectos del usuario. Fuera de ese mundillo virtual, las cosas son muy distintas y raramente alcanza a distinguirse en espacios alternos, ejemplo de ello, el salón de clases.
Escribo nuevamente desde esta trinchera que por momentos me presta el ejercicio de la docencia para presentar mi queja: eso que llamamos enseñanza de poesía, al menos en el nivel básico y medio superior y de acuerdo con los programas que se presentan, está condenada al aburrimiento. El programa coordinado por los CCH, del que se esperaría innovación y creatividad respecto a un tema cuya esencia se funda en estas características, tiene como línea medular para las sesiones con jóvenes de 16-17 años la enseñanza de métrica española. Sí, métrica española, ese conjunto de principios que hace miles de años estuvieron en boga, y que se siguen enseñando religiosamente dentro de una pedagogía de la memorización. Por supuesto, para quienes nos formamos en el campo profesional de la literatura, nos resulta impensable desconocer este método, no obstante, ¿qué interés puede tener un estudiante preparatoriano en las anáforas o en las sinéresis, en la diferencia entre la quintilla y la seguidilla? Máxime si, durante el tiempo destinado a revisar el tema (aproximadamente seis horas a la semana durante un mes) se repite en un loop infinito las posibilidades de dicha métrica. Debo confesar que, si como alumna me aburrí, como profesora se me hizo impensable llevar a la práctica el programa, acompañado de la lista de autores (románticos la mayoría) que versaba la carta descriptiva.
Debo agradecer que, ya sea por desinterés o por simple confianza y privilegio (uno nunca sabe), gozo de una libertad de cátedra casi absoluta. Gracias a eso, pude implementar una estrategia que convirtió mi clase de Taller de Lectura y Redacción en un espacio de creatividad y experimentación. No sufran, no me pasé la métrica española por el arco del triunfo, lo que sí hice fue ampliar el horizonte de esa concepción antigua y encasillada que se tienen en las aulas de la poesía. Lo primero fue ampliar el catálogo de lo sugerido. El hecho de incorporar personalidades con las que los estudiantes pudieran identificarse resultó de gran ayuda; mientras compartían la rebeldía de un Jesús Arellano (llevé esa increíble edición elaborada por Malpaís), se identificaban con el formato que proponía Horacio Warpola en su libro para Instragram Carcass (píquenle aquí https://www.tierraadentro.cultura.gob.mx/carcass-de-horacio-warpola/ ). Leían Poema de amor para Carl Sagan y disfrutaban lo que hizo Broken English con esa maravilla de Robin Myers. Emulaban a Apollinaire y sus caligramas, se sorprendía con la crudeza de Sara Uribe y Juana Adcock. Sufrían traduciendo a Ezequiel Zaidenwerg (Epigram) pero disfrutaban moldeando sus experiencias de amoríos adolescentes en la versión que les pedía que hicieran del texto. Aunado a lo anterior, una de las estrategias puestas en marcha fue la experimentación con el espacio sonoro; la creación de podcast a partir de las lecturas y las versiones que cada estudiante elaboraba se convirtieron en la compañía del fin de semana. Esa sensación de que existe un interlocutor que atiende a tu escritura, la proyección de la misma personalidad por medio de la voz, el ejercicio de compartir en las redes digitales un producto creado desde su origen, fue quizá uno de los aprendizajes más enriquecedores para cada alumno.
Como estudiante de literatura, que a veces hace de escritora y otras de profesora, la poesía es una piedra angular en mis días; la poesía abre mundo, mastica las emociones, hiere, cubre, ataca frontalmente las pesadillas de la cabeza. Compartirla es, en cierto sentido, una continuidad de espacio poético en mí, donde siempre hay lugar para la sonoridad de la palabra.