La sombra de aquellos que nos escriben Por: José Luis Zorrilla Sánchez

Leo poco y escribo poco. Es el cobro del paso del tiempo y la desidia. Frente a esto, mi solución es simple: hacerlo con gozo. No hay mejor manera. No sólo porque uno, además de luchar para darse el espacio para lograrlo, lucha contra el famoso bloqueo lector y la página en blanco. Pero trato de no dejarlo morir, como si se tratase de alimentar a un pez: lo suficiente. Dentro de la lectura de lo suficiente, emerge de a poco una lista casi religiosa de autores que comienzo a seguir, publicación tras publicación. Para el caso de la escritura, sólo trato de no hacer con la tinta un despropósito. En mi catálogo de santos literatos, hoy hablaré de uno que me parece ver cada vez más calvo en las fotos del Insta y su última novela sobre chilangos promiscuos, abortistas, malhablados y mariguanos: La sombra de los planetas, de Gabriel Rodríguez Liceaga, un cabrón. No quiero imaginarme las caras de mi madre leyendo esto o aquello.

Contexto: descubrí la obra de Rodríguez Liceaga como a los 19 años, cuando leí uno de sus cuentos en un taller de mi tierra natal y me cagué de risa. Eso me fue liberador. Abrió mis puertas a nuevas formas de expresarme a través de la palabra escrita y definió mi gusto por las nuevas narrativas. Hablaba, creo, sobre una morra en bici, un loquito del centro y el vato de la chava, no recuerdo bien. Un amor defeño, material atípico en sustancia literaria y de lo más normal para los habitantes de la ahora nombrada CDMX. El libro del que formaba parte el relato se llamaba (¿llama?) ¡Canta, herida! Nunca lo he podido encontrar en librerías, y las veces que lo vi en línea no tenía dinero. Aun así, comparto con orgullo que tengo ya cinco de sus libros, ¡todos firmados, perros! En este país uno tiene que andar como ratas tras el queso buscando el buen arte. Cagarse de risa es de lo más liberador y debería ser accesible poder hacerlo más allá que viendo Sabadazo, aunque las risas sean provocadas por un defeño panzoncito con lo que parece ser una crisis de edad permanente. Esta patria mía ha visto peores comediantes y mucho peores escritores. No me disculpo si soy cruel contra el autor al decir lo que digo; total, es mi crítica. Además, no creo poder ser cruel contra quien hizo una novela con un chiste sobre no natos como línea de apertura casi casi. Sin embargo, dentro de sus huesos, la novela esconde un cariño tremendo, palpable no sólo entre sus protagonistas, sino en la pluma de un autor que teje con puntadas quirúrgicas un relato sobre los amores del nuevo milenio, sobre la ciudad a la que sirve como un cronista de las nuevas problemáticas y que es otro personaje principal en su historia, que transpira crítica en la voz particularísima de Santiago y Damiana y las contrariedades de su propio viaje, a la vez que dibuja, hasta la última línea, una sensibilidad única e hilarante junto con todos sus simbolismos, tanto internos como externos, de este relato que parecería tener un humor y temática corrosiva, carrasposa y exacerbada para mi tía la más panista. Noble, inocente y hasta infantil para quienes vivimos y amamos tratando de ser conscientes del mundo a nuestro alrededor e interno. Una realidad común, llena de miseria y belleza en sus guerras.

No voy a dar motivos ni a ponerme en posición del porqué se debería leer esta novela o no; eso me trae sin cuidado dentro de los problemas de mi vida, como la búsqueda constante de un empleo, pleitos familiares hasta para llevar, como salir del visto con mi crush, mudarme de casa, mudarme del país, y buscar jale todos los días en otro país. Lo que lean los demás me vale un cacahuate (no diré lo que realmente quiero decir porque sí me preocupa que mi jefecita santa se enoje conmigo, pero ya saben que me vale ver…). Yo seguiré acompañando mi existencia por alguien que escribe parte de mi existencia a través de sus palabras que me impactan, que más que eso, me dan calidez. Hoy la tinta está feliz y quería compartir mi entusiasmo por algo que me hizo sentir más vivo mientras leía en el transporte público y se me pasaba la parada por ir bien clavado (eso sonó a albur), o mientras escribo este texto en el que me río de su autor abiertamente, mientras me hago autogol al admitir que sus letras no tienen que pagar renta en mi corazoncito y que, después de la lectura, traigo una sonrisa que me hormiguea en todo el cuerpo, aunque el final me haya awuitado un tanto gacho. Mi única recomendación sería que lean algo que los haga sentir más vivos, que los haga mirar la belleza dentro de las alcantarillas. Ya ni que lean, hombre; puede que sea demasiado, tal vez sólo basta con voltear y ver la amabilidad en el asfalto, o darle unos besos a tus chikistrikis en un puesto de garnachas después de la explotadora jornada laboral. Ignorar el tufo de buche del averno para conjugar el verbo del amado, el sueño. Encontrar lecturas que me provoquen estos sentimientos de vez en cuando, mi misión.

 

José Luis Zorrilla Sánchez (Irapuato, Guanajuato, 1997)
@jlzorrillas
@ZorrillaDLouis
Quiubo.

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