Traigo un hombre atravesado en la garganta. No quiero creer que es un hombre. No puedo asegurarlo porque no soy doctora, pero es él el que me hace toser por las noches. Traigo un hombre y no sé cómo llegó ahí.
¿Qué cómo lo sé? Me lavaba los dientes luego de llorar no sé por qué como cada lunes cuando decidí verme, después de meses, en el espejo. Ahí estaba: se asomaba el cabello negro y chino y, sentado en una silla reclinable, daba vuelta a una hoja de periódico.
Me asusté tanto que intenté vomitar, pero el hombre no salió.
Fui corriendo con mi madre que siempre ha sabido curar mis enfermedades. Una vez, por ejemplo, se me enredó un recuerdo en el cabello y me lo trenzó. Otra ocasión me creció un odio inmenso en la rodilla izquierda y me mandó a correr para que se acomodara.
Cuando le dije del hombre que había visto en mi garganta contestó: “claro que traes un hombre, ¿no te han contado que somos de una costilla? El problema es que una nunca sabe de qué hombre está hecho. El que traes tú puede ser tu padre; Raúl, ese muchacho que te gustaba en la secundaria o quizás Mateo, tu último amor. Pero lamento decirte, hija mía, que no lo sé curar. Yo aún no logro quitarme al mío. Al hombre que yo llevo, lo traigo en el ombligo”.
Pensé “Dios, si mi mamá no sabe curarme de esto, ¿qué haré yo?”. Fui con una, dos, tres, cuatro o cincuenta y dos amigas, no lo sé. Les pregunté si a ellas también se les había atravesado un hombre alguna vez.
La mayoría contestó que sí, aunque no todas lo traían en la garganta. Solo la que tenía dos mujeres como madres y otra que era huérfana no sabían a qué me refería. La segunda dijo que tenía un abandono en el ojo, pero ya había aprendido a vivir con él.
Caminé devastada con mi hombre en la garganta ese día, intentando hablar y preguntarle qué hacía ahí, pero no obtuve respuesta.
Intenté una última alternativa y fui con Susana, una vieja amiga a la que todas recurrimos si dudamos de la vida. Sabíamos que era por su alma tan libre aún en la rutina.
Cuando llegué, abrió la puerta y tenía el cabello trenzado. Me invitó a pasar a la sala de su casa. Recién había pintado las paredes de rosa pastel y había puesto unos sillones color menta.
“Cuéntame qué pasa”, habló, sabiendo a qué iba. “Me di cuenta que traigo un hombre atravesado en la garganta mientras me lavaba los dientes”. Susana abrió los ojos como platos y pensé que había perdido mi última esperanza.
“Los hombres atravesados en la garganta me encantan. Déjame decirte, antes que nada, que no sé curarlos. Ese es un mal que no podemos sanar a otras. Es algo que solo tú podrás aliviar. Sin embargo, entre nosotras tenemos algunos remedios que podrán ayudarte a hacerlo más chiquito para que, algún día, sin darte cuenta, salga en un estornudo o a través de una gota de sudor”.
Regresé a casa con cinco libros, treinta y nueve cuentos, tres costales de café, dos kilos de té, cuatro litros de lluvia, sesenta y cinco cigarrillos, trescientas cincuenta y dos canciones, diez direcciones de cafés, ocho de librerías y dieciséis parques cerca de mi casa. Los puso todos en una canasta y dijo “ten, los vas a necesitar. Usa esto con sabiduría. El tiempo te dará esa capacidad”.
Primero comencé con los cigarros y me los acabé en tres días. Creía que con el humo iba a asfixiar al hombre, pero no recordaba que mi cuerpo está muy bien equipado para mantener con vida a seres en su interior.
Decidí salir por más a la tienda, pero me siguieron tres litros de lluvia y regresé molesta y empapada sin llegar a mi destino. En casa encontré el litro restante y se posó encima de mi cabeza para convertirse en tormenta dentro de mí, de forma que ahora raciono el resto como llanto.
Desde que Susana me dio la canasta tomo café todas las mañanas, leo un cuento diario y luego me engancho con alguno de los libros. A veces me veo en el espejo y el hombre de mi garganta sigue ahí, pero cada vez es más viejo y pequeño. Me ha dicho su nombre, pero creo que se parece a mi primer amor Luis, aunque algunas veces he pensado que puede ser Horacio: el último viaje.
Susana dijo que podía no ser sólo un hombre, sino varios, pero saber quién fue no sirve, sin embargo, saber cómo llegó ahí, sí.
Traigo un hombre atorado en la garganta. Lo descubrí un día cuando decidí verme, después de un tiempo, en el espejo. Estoy intentando aliviarme de él, así que lo observo a diario y es como si ya lo conociera. Se va haciendo pequeño y viejo, mientras: yo me sigo trenzando el cabello.
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Miri Picazo
Gestora cultural y fotógrafa de tiempo incompleto. Ha participado en diversos proyectos socioculturales, voluntariados y foros de opinión sobre gestión y política cultural. Actualmente imparte clases a nivel primaria en una comunidad de León, Guanajuato, donde no deja de aprender pero, sobre todo, no deja de escribir.