Lo que no tiene nombre Por: Sandra Fernández

He decidido que me es rotundamente necesario escribir. No hay forma en que pueda callar a mi cabeza si no es de esta forma. Pero he decidido también abordar las voces de las mujeres que han escrito para mí, por esta necesidad tan grande de que ellas lleguen a otras. Casi llego a los 30 años, y me siento una señora. Soy una señora. La calle, la vida, el trabajo, el anillo que socorre a mi anular izquierdo me grita que lo soy. Así que, cada vez que me siente frente a la computadora para escribir sobre mis autoras, estaré invitándoles a un desayuno de señoras:

I

No recuerdo las fechas exactas. Fue tan rápido el inicio como el fin. Para aquel momento había perdido toda la calma. Me había convertido en un ser que deambulaba en su propia casa, que estaba encerrado entre las frías paredes blancas de una oficina. Era una figura desdibujada. Elisa llegó a mi vida sin tener un rostro o un cuerpo. Llegó convertida en una promesa imposible de cumplirse. Era quizá el presagio de algo que no debía ser, pero que yo deseaba con toda mi alma. Para su llegada yo había leído antes a Piedad Bonnett, había compartido con ella las lágrimas de su pérdida. Había sufrido su sufrimiento, y había enterrado con sus palabras a su propio hijo: lo que no tiene nombre.

II

Más tarde, y para ese entonces, habíamos leído el libro en un club de lectura. Una de mis compañeras mencionó: una mujer sin marido es viuda, una mujer sin padre es huérfana, pero ¿Una mujer sin hijo? ¿Qué es una mujer que pierde un hijo?, no tiene nombre. Y todo me hizo sentido. El libro en el que Bonnett comparte el suicidio de su hijo, es el anunciamiento de algo inexistente, algo tan doloroso que no alcanza a materializarse. Algo, que, si remitiéramos a Platón, y a la necesidad de nombrar las cosas para que éstas existan, nos menciona en su naturaleza que no deseamos que lo hagan. Nadie quiere perder a un hijo. Nadie quiere enumerar a sus muertos y mencionarlo: mi hijo, mi hija. Y quizá en ello radica la importancia de un texto tan poderoso como lo es el libro de que Piedad nos regaló.

III

Adentrarse a una auto ficción, o en su caso, a una autobiografía, implica desnudarse ante las miradas morbosas y prejuiciosas que no darán retroalimentación de su lectura. Es la exposición máxima del ser, que incauto y desprevenido se adentra a las fauces oscuras de una realidad incierta. ¿Cuánto valor se necesita entonces para hablar de sí mismo? La historia nos narra la enfermedad de Daniel, hijo de Piedad; diagnosticado con esquizofrenia. Un estudiante valioso, rodeado de sus amigos y familia. Una persona común, con una enfermedad que, aunque también es común para el lenguaje actual, antes era un laberinto inexplorado. Ese desconocimiento, la falta de atención a lo que primitivamente pudieran ser las causas y motivos para desencadenarle, eran los cuestionamientos de una madre que había arrojado una parte de su ser por la ventana de un cuarto piso, en un lugar lejano, en un departamento solitario, en el que el silencioso suicido llegó para hacer sonar cada rincón.

IV

Siento admiración de este libro porque, por mucho tiempo, me costó trabajo hablar de mi propia pérdida. Sé que mi muerto no llegó a ser un vivo, pero el dolor, sin duda, podía sentirse de la misma manera. Una mañana anunciaba con bombo y platillo que me convertiría en madre, y a la noche siguiente, estaba sangrando el cuerpo de un hijo que sin llegar a tener rostro ya tenía un nombre: Elisa. Su nombre sería Elisa. Y mi esposo y yo teníamos la certeza de que sería una niña. ¿Por qué? No lo sé, quizá intuíamos, quizá una lectura de manos o de cartas nos lo dijo, quizá fue un sueño. Pero la esperábamos con muchas ansias. Era algo que deseábamos. Algo que compartimos. Para mí, era el motivo para luchar por un día mejor al anterior. Estaba tan hundida en mi trabajo y mis preocupaciones, que Elisa se había transformado en la luz al final del túnel. Ambas muertes, la del dijo de Piedad, la de mi propio hijo, se configuraron en una escena sangrienta e inexplicable. La vida comienza con sangre, y con sangre termina.

V

Después de mi aborto leí nuevamente Lo que no tiene nombre. Me consolaba leer a alguien que podía sacar tanta belleza de su propio dolor. Sé que ambas muertes no son entre sí equiparables, no puedo dolerme con la intensidad de perder a un ser humano con el que se ha convivido, pero la sensación de perder a alguien que es realmente tuyo, es el sentimiento que me une por siempre a ese libro, y de alguna forma a la autora. ¿Por qué será entonces que las mujeres escribimos? Será que tenemos motivos más profundos, más personales, o quizá más intimidad con cada letra. No lo sé. Tal vez es simplemente una exageración mía. Pero sé que Piedad Bonnett causó más pasión en mis compañeras y en mí que quizá en los varones que nos acompañaban. La maternidad, planeada o no, deseada o no, la maternidad de las que se convierten en madres, o las que deciden no serlo, es, sin dudar, en cada mujer, un tema irreversible: se nace mujer, y se condena a ser madre. Incluso cuando no se es madre. Incluso cuando a elección propia no se es madre. La maternidad es un signo que se lleva sólo por el hecho de poseer un útero. Algo que las personas, incluso culturalmente, hemos afianzado con el tiempo. Y no, no importa cuánto marchemos o pugnemos por la libertad de nuestro cuerpo: la conciencia sigue dictando que somos la vida misma, porque estamos de alguna forma encargadas de preservarla.

VI

Escribo para mí. Escribo porque Bonnett escribió para mí. Escribo pensando en las madres y las no madres que todos los días pierden a sus hijos. Las tías, que como madres crían, al igual que las abuelas, o las vecinas. Simplemente aquellas que amamos con devoción y terminamos viendo un manchón de sangre, un cuerpo, unos ojos que se cierran sin retorno para convertirnos, en definitiva, en algo que no tiene nombre. ¿Cuántos rostros así vienen ahora a tu mente? ¿Cuántas caritas mojadas de llanto no se apropian de tu imaginación? ¿Cuántas mujeres sin nombre le hacen sentido a tu cabeza? El libro es por naturaleza una sustancia abrasiva, comienza con profundo ahogo, y termina en la búsqueda de respuestas, esas respuestas sólo pueden provocar más preguntas. Y así ha sido mi transición desde el aborto. Un camino de cristales que se rompen bajo los pies. Una cuesta inclinada casi imposible de subir, pero que la constancia hace posible.

VII

A nuestros muertos los cargamos a hombros, así como a nuestros enfermos. Piedad tuvo a los dos en uno solo, yo fui mi propio enfermo, yo fui también el muerto. Pero ambas seguimos la línea delgada del inexistente. No hay forma de liberar a un corazón que ha dejado atrás sus propios latidos. Pero basta de hablar de hijos o hijas que mueren… ¡Provecho!

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